La editorial Tiempo de cerezas va a editar esta novela-blog en un libro, que presentaremos mundialmente durante la Semana Negra de Gijón, el día 10 de julio a las 20:00.
-Hay una cosa que no entiendo, Beni- dije cuando se acercó a servirme otra "San Miguel"-.Estamos ya en invierno pero aquí sigue habiendo moscas.
Al dejar el botellín sobre la barra varias habían salido volando, algunas follando en el aire. Eso tampoco lo entendía, pero nadie conseguiría explicármelo nunca.
-Este es un bar punk, Felisín, mientras haya basura sobreviviremos- dijo, y luego puso un disco de “Eskorbuto”.
La música me trajo recuerdos, era como si aquella situación ya la hubiera vivido antes, y antes de antes mil veces antes. Pero algo había cambiado, y también para recordármelo en ese momento se abrió la puerta y entró al bar un viejo enemigo.
-Felisín, ¿todavía estás vivo?- dijo el Comisario Pedernal.
-No será gracias a usted.
Se sentó a mi lado y pidió un gin-tonic.
-En momentos como éste es en los que me arrepiento de no tener reservado el derecho de admisión- dijo Beni al servírselo.
-Pero si en el fondo te gusta- se dirigió a mí -Todas esas heridas, la nariz partida... Eres un tío duro ¿verdad?
Habían pasado unos días desde la paliza pero todavía me quedaban marcas.
-No, soy muy frágil, los huesos se me rompen con mucha facilidad- dije señalándome la nariz con la muñeca fracturada-. ¿No cree?
-Pues sí, es verdad- arrugó el entrecejo al tragar un sorbo del gin-tonic-. Eres un mierda. Peruchena te ha dado más importancia de la que tienes.
No me apetecía levantarme de mi rincón y volver a pelear. Creía que el combate había terminado.
-Ha volado de Jamerdana- dijo.
Aliviado, no pude disimular una sonrisa.
-La chica se ha ido con él- intentó borrarla Pedernal-. Para ella eras sólo un juguete- añadió después, sin embargo, sin darse cuenta de que aquello me ayudaba.
Era verdad, no tenía por qué echarla de menos. Lorea me había puesto de pie, me había dado cuerda, pero una vez que había echado a andar era yo quien caminaba, yo solo, fuerte, sin miedo. No había motivos para dejar de sonreír.
-Crees que has ganado ¿eh?- dijo Pedernal.
-Lo único que creo es que hace unos días que no se cargan a ningún vagabundo.
El Comisario volvió a beber. La ginebra, su aspereza, le hacía pasarlo mal al tragar, pero le gustaba, le entonaba, le ponía caliente. Yo también era un mal trago para él. -En el fondo todo ese asunto a mí tampoco me gustaba. Sólo cumplía con mi trabajo- dijo.
-Su trabajo es no morder la mano que le da de comer ¿no?- le interrumpí.
-La que nos da de comer a todos.
Sí, definitivamente los maderos no tenían una pizca de imaginación, para ellos la sociedad perfecta se estructuraba sobre la ley y el orden, no importaba que éstos tuvieran nombres y apellidos, y todo el que no comulgaba con eso era un inadaptado, un terrorista, un delincuente, alguien a quien eliminar.
-Su trabajo es proteger a todos esos peces gordos- continué-. Aunque les llegue la mierda al cuello.
-Pobrecito Felisín, la víctima- ironizó Pedernal-. ¿Vas a poner todo eso en tu revistucha? Bueno, eso si llega a publicarse algún día.
El Comisario no se había dejado caer por el bar de Beni por casualidad, venía a declarar la guerra, como en los viejos tiempos.
-Va a ser divertido joderte la manta otra vez ¿Te acuerdas de "Pabellón pirata"?
Así se llamaba la radio libre que el comisario nos chapó. Pero a mí no me asustaba.
-Un fanzine no es lo mismo que una emisora, Perdernal. Lo único que necesito es una grapadora. Esta vez no va a ser tan fácil- le advertí.
-Lo veremos, Felisín- me retó, y tras dar el último trago a su gin-tonic, se levantó y enfiló la puerta.
-Un momento- le echó el alto Beni-. Me debe cincuenta duros.
-Será mejor que vayas pensándote eso del derecho de admisión, chaval- contestó Pedernal, y salió a la calle.
Aquellos cabrones siempre ganaban, siempre se cubrían las espaldas. Peruchena, por ejemplo, había intentado matarme y a la vez me había enviado su historieta para la revista. En el fondo era un artista fracasado y despechado. Por eso tanta crueldad y menosprecio por el resto de la humanidad.
-Bah, que le den por culo- cortó Beni mis pensamientos, y me sacó otra "San Miguel".
-Yo tampoco voy a pagarte, Beni- le avisé.
El chasqueó la lengua.
-Sí vas a hacerlo. Ya he vendido unas cuantas- dijo, señalando un revistero al otro lado de la barra.
Lo había olvidado. Pedernal había llegado tarde. El último número de "Borraska" ya estaba en la calle.
Miré la portada. Era una de las fotos de Picio, aquel enano desgarrando con sus dientes una pantorrilla humana. "Entrevista póstuma con el Tiñoso", decía uno de los titulares. Y otro: "Comic: Lorenzo Peruchena". Y, por fin, encabezando todo ello el título que había dado al reportaje principal: "LA VIRGEN PUTA".
-Sácate otra para ti, te invito- le dije a Beni.
Tenía la impresión de que aquella historieta me iba a dar para muchas birras.
-¿Todavía sigues usando aquella colonia tan fuerte, Felisín?- dijo la madre de Picio, asomándose a la habitación al tiempo que intentaba disipar las nubes de humo agitando la mano-. ¿Cómo se llamaba?
-Cannabis- le contesté, y miré a Picio, que apagaba la colilla del enésimo canuto en el cenicero y me sonreía con complicidad.
Eran las mismas palabras, los mismos gestos de hacía diez años. Había pasado todo ese tiempo y para nosotros no había cambiado nada. Continuábamos encerrados en nuestros cuartos mientras fuera llovía, sin pelas para ir a ningún sitio, viendo serpentear y deshacerse en la ventana las gotas de lluvia, lo mismo que nuestros contratos basura, los sellos en la oficina de empleo, los miles de colocones y borracheras... Ahora, por fin, teníamos la oportunidad de romper el cristal, aunque sólo fuera para destriparnos los nudillos y comprobar que no brotaba horchata.
Eran las cuatro y media de la tarde. Picio y yo habíamos pasado todo el día en su habitación, fumando petas, bebiendo cervezas, escuchando viejos discos... Hacíamos tiempo, intentábamos acorazarnos para el último asalto, el funeral, una hora más tarde.
-¿Qué quieres, mamá?- preguntó Picio.
-Alguien pregunta por Felisín ahí fuera.
Tal vez la hora de pelear se hubiera adelantado Me levanté y salí de la habitación dispuesto a lo que fuera. Cuando no hay algo que perder, una de dos, o tienes miedo de todo o no te asusta nada, dependía del número de cervezas que te hubieras tomado. Y yo iba bien servido.
-¿Quién es?- pregunté, de todas maneras, a la madre de Picio.
-Una chica muy guapa.
Tenía razón. Lorea estaba guapa, más incluso que primer día que la vi. Llevaba un gorrito de lana negra, vaqueros y una chupa de cuero y se había perforado el labio inferior, del cual colgaba un arito. De todas maneras no me alegré demasiado de verla. Tal vez no fuera culpa suya, pero tenía la impresión de que sus ojos ya no podían disparar orquídeas.
-¿Dónde te has metido? Me he vuelto loca para buscarte ¿Y qué te ha pasado?- señaló mi brazo en cabestrillo.
-Un accidente- intenté contarle atropelladamente lo que pude mientras nos dirigíamos al cuarto de Picio.
Este había pinchado a los “Ramones” y estaba de espaldas, rasgueando en una raqueta una imaginaria guitarra. Las cosas no habían sido fáciles para nosotros, pero también nos habíamos divertido todo lo que habíamos podido.
Al volverse y vernos, ver a Lorea, Picio se cortó un poco, pero nosotros nos reímos, y luego yo también empecé a cantar, y Lorea arrugó la nariz, se dejó embriagar por la colonia Cannabis y se olvidó de las preguntas, y también ella cantó. Sa-la-la-laá, sa-la-la-la-laá.
Cerré los ojos y miré hacia dentro, y no vií, como las otras veces el color amarillento de nicotina y cerveza, ni tampoco columnas de humo negro, desencanto, pesimismo, autodestrucción, también había rayos de luz en mi interior, había alegría, y valor... Dentro de una hora nos íbamos a jugar el pellejo y allá estábamos, cantando. Me entraron ganas de llorar. Cuando las botas te pisan la garganta y aún quedan fuerzas para sacarle la lengua al mundo las lágrimas duelen pero son dulces. Yo nunca bailaba, pero entonces lo hice, con Lorea. Me gustaba sentir la curva de su cintura en mi mano, sus pechos apretados contra mí, su cuello largo recostado en mi hombro... Quería recordarla siempre así y no pensar en nada más.
Picio se había sentado y me miraba con la paz que proporciona en ocasiones el hachís. Lorea seguramente no lo entendería, pero él sabía por qué había aquel brillo en mis ojos.
-Bueno- dije cuando terminó la canción-. Tenemos que irnos.
-¿A dónde?- preguntó Lorea.
-Tú lo mejor será que vuelvas a casa y tengas todo preparado. Esta misma noche hay que empezar a currarse el fanzine.
-Yo también voy- insistió ella.
Miré hacia el compact-disc de Picio. Era la última canción. Luego el reloj. No quedaba tiempo. Que fuera lo que dios, o el que sea, quisiera.
-Vale, vamos.
En el autobús apenas hablamos.
Llegamos al funeral a la mitad, en esa parte en la que el cura habla de lo bueno que era el muerto. Menudo pájaro el cura. El y todos los que estaban allí.
-Oremos, pues, en silencio, por el alma de nuestro difunto hermano... -trató de recordar en vano el nombre del tipo de la tirita, y también en vano, buscó entre los presentes una ayuda-... de nuestro difunto hermano... como se llame- concluyó, pero a nadie pareció importarle, incluso se rieron.
Apenas había gente en la sala, diez o doce personas, contándonos a nosotros, que nos habíamos colocado en un banco al fondo, al cura y hasta al propio muerto. El resto eran matones, del mismo corte que el fallecido, tíos altos, fuertes, con el pelo muy corto, a algunos de los cuales yo los había visto en mis visitas a la comisaría. Y en el centro de todos ellos un hombre de unos cuarenta o cincuenta años, vestido con ropa vaquera y dando cabezadas.
Golpeé con el codo a Picio y éste comenzó a sacarle fotos. Los flases lo espabilaron y se volvió, como accionado por un resorte, hacia la cámara. En efecto era él, era el capo de las cloacas, era el tipo que había ordenado las ejecuciones de Gloria y los demás y había servido sus vísceras en una bandeja de plata a los caciques de Jamerdana, era...
-¡MI PADRE!- exclamó Lorea, y casi simultáneamente, se lanzó por el pasillo central.
Algunos de los matones salieron a cortarles el paso. Otros venían directos a por nosotros, con intenciones nada amigables. Picio, al que ya le habían chafado unas fotos en un descuido, metió su cámara en el bolso y corrió hacia la puerta de la iglesia. Yo me quedé quieto, esperando. Todavía había algo más, aún no había llegado al final de aquel asunto.
Entretanto el cura había enmudecido y cada movimiento, cada sonido en la iglesia -los crujidos del suelo de madera, las voces haciendo eco...- eran tensos, parecían las secuencias culminantes de una película de serie B.
-¿Por qué la has traído a ella?- dijo Lorenzo Peruchena, el padre de Lorea, que se dirigía hacia mí caminando muy resuelto, convirtiendo todos los síntomas del alcoholismo y la cocainomanía crónicos en ira -la nariz devorada por gusanos de sangre, los ojos, aquellos ojos como recortadas, hundidos en unas bolsas hinchadas de humor, malhumor...-.
-¿POR QUÉ LA HAS TRAÍDO?- repitió. Evidentemente me esperaban. De hecho el primero de los matones que llegó hasta donde me encontraba me dio la bienvenida hundiéndome el puño hasta los sótanos del estómago. A quien no esperaban era a Lorea, que había comenzado a gritar y patalear como una loca.
-¡Dejadle, dejadle!
Le hicieron caso. A mí, la verdad, me daba igual, el puñetazo me había cortado la respiración y en ese momento hubiera asimilado cualquier otro golpe.
Mientras, doblado sobre mí mismo, boqueaba intentando recuperar aire, oí a Lorea y su papá hablar. No sé si porque yo estaba fuera de combate, casi sin sentido, sus palabras me resultaron de lo más extrañas, las de dos personas ajenas a otro mundo que no fuera el que ambas habitaban, despreocupadas del resto, del amor o el dolor que pudieran provocar en ellos.
-¿Qué significaba todo ésto, papá?- dijo Lorea -. Me has mentido.
-Yo no quería- balbuceó él. Parecía un niño-. Las mentiras pequeñas se descubren por sí mismas, las grandes cuanto más grandes cuelan mejor- sentenció ya más entero.
-Frases. Estoy harto de tus frases. Me has mentido. Toda tu vida.
-Yo sólo quería lo mejor para tí. ¿Qué pensabas, que pintando monigotes podía haberte pagado todos esos caprichos, los cursos de teatro, los ordenadores?
-Tú lo que querías era que fuera perfecta-Lorea se echó a llorar. No era tan dura-. Todas mis depresiones, mis miedos, venían de ahí. Yo no podía ser perfecta. Y ahora tú...
-Yo tampoco soy perfecto, cariño, por eso he fallado. Lo siento, hija mía, lo siento.
También su padre lloraba. En el fondo eran iguales y no pudieron evitar caer uno en los brazos del otro. Qué drama. Qué farsa. Lorea ni era tan dura ni era nada. Una puta mierda. Allá estábamos todos mirándoles con la boca abierta, como si fuéramos los espectadores de esa película de serie B. Pero no lo éramos, habían muerto personas (joder, estábamos en el funeral de una de ellas), habían muerto por culpa de esos dos lloricas, para que pudieran hacerse daño y después abrazarse, y a ellos no les importaba. Tal interés por quitarme de en medio en realidad no tenía que ver tanto con el daño que yo pudiera hacer a los caciques de Jamerdana (a fin de cuentas yo era un don nadie al que sólo iban a creer otros don nadies) como con el que pudiera hacer a Lorea si le descubría el verdadero rostro de su papá.
Sí señor, una puta mierda, el mundo era una puta mierda, estaba en manos de tíos como Lorenzo Peruchena, como Jaime Ignacio, que hablaban mucho por la boquita pequeña pero a los que los demás no les importábamos un huevo, éramos fichas de dominó sin alma, sin sentimientos, sin necesidad de vivir bien, sólo ellos tenían derecho a todo eso y para conseguirlo nos movían de manera que pudieran ganar la partida. Y luego estaban los que tragaban con todo ese juego. Como Lorea. Tenía que decidir entre su padre y yo y ya lo había hecho. Al final quedábamos cuatro gatos, no éramos héroes, también nos olía la boca a sardinas, pero por lo menos nos importaba el resto del mundo. A mí me importaba, me importaba Lorea, incluso ahora que me confirmaba que no era de verdad, que sólo era una niña pija, y me dolía perderla... Casi tanto como haberla conocido. Pero lo bueno de los gatos callejeros era que cuando algo nos dolía también sabíamos sacar las uñas.
Me habían inmovilizado otros dos de aquellos matones. Ahora que había recuperado la respiración volvía a sentir el dolor de la muñeca rota.
-¡Soltadme, soltadme!- intenté zafarme, y sobre mi cayó una lluvia de golpes, uno muy cerca de la nariz.
Me revolví frenéticamente y volvieron a pegarme. Pero yo no podía parar, estaba fuera de control, y cuanto más me movía más golpes recibía. No sé que hubiera sucedido de no ser porque el cura dejó de intentar recordar el nombre del tipo de la tirita y ejerció su caridad cristiana conmigo, puede que porque mi aspecto ensangrentado, demacrado, le recordara a Jesús crucificado.
-Ya está bien, por dios, deténganse, deténganse.
El cura era un testigo, así que los matones se dieron a la fuga y me abandonaron allá, medio muerto, sobre uno de los bancos. No sé cuánto tiempo estuve allí. Únicamente recuerdo el dolor, que me mantenía vivo, aquel charco de sangre chapoteando en mi cabeza, y las burbujitas que yo hacía efervescer a su superficie, "no te duermas, no te duermas", y también los padrenuestros, los diotesalves del cura, agachado junto a mí, y finalmente otra voz, ésta cálida, conocida, reconfortante.
-Quite, quite, padre, eso no vale para nada.
Era Picio, mi buen colega Picio. Uno de los cuatro gatos que aguantábamos.
-Toma Felisín, te he traído colonia Cannabis, ya verás cómo te pones mejor- dijo, y me acercó un canuto a los labios. Para ser sincero no me ayudó mucho, el humo me revolvió las tripas y me hizo toser, pero a mí me bastaba con tenerle allá a mi lado, con escuchar su voz.
Compré un periódico y lo hojeé en el autobús que me llevó a la clínica San Andrada. No decía nada sobre profanaciones en el cementerio, pero sí respecto a la muerte del tipo de la tirita. Hablaba de un accidente y citaban las iniciales del fallecido. En la sección de esquelas busqué la de alguien que se correspondiera con ellas. El funeral se celebraría al día siguiente. Memoricé la dirección de la iglesia. No pensaba faltar. Tenía la impresión de que allí se iba a solucionar todo.
Pero ahora mi principal preocupación consistía en saber cómo conseguiría hablar con el doctor Balaguer. Todavía no tenía ni idea de que otra de las noticias de aquel día me facilitaría las cosas.
"Su Majestad el Rey visitará hoy Jamerdana para someterse a un chequeo médico", decía un titular, y aparecía una foto que le había sido tomada recientemente en una cacería en la cual se había cobrado una pieza, un macho cabrío de unos quince años de edad.
-Que pedazo de cabrón- me dije.
Había muchos policías en los alrededores y también en la propia clínica, pero a mí el plastón en la nariz me permitía moverme sin ningún tipo de problemas. Eso sí, del doctor Balaguer ni rastro. Todos los bedeles o enfermeras a los que preguntaba me miraban estupefactos, o sonreían sin contestarme nada. Al parecer el doctor Balaguer era inaccesible, innombrable, una especie de dios. Alguien como él sólo trataba con personajes de su estatura y por eso cuando vi arremolinarse en una ventana a un grupo de gente y exclamar "¡El rey, el rey"! comprendí que inevitablemente tendría que salir a recibirle.
Me lancé escaleras abajo, hacia la entrada. No me costó reconocerle. El doctor Balaguer era un hombre mayor. Quizás sesenta años. Quizás setenta. Llevaba una barba cenicienta y algo desgreñada, sin bigote. Parecía un chivo; o un genio loco. El pelo, también ceniciento, le caía en un flequillo deslavazado sobre la frente y se sublevaba reseco, por detrás, en mil gallos que se erguían quiquireando cada vez que meneaba la cabeza. Sus ojitos, allá al fondo, tras los cristales de sus gruesas gafas, eran sólo dos puntitos que los libros, el trabajo, habían ido desgastando como el último caramelo en la boca de un niño goloso, y eran sus cejas despeinadas las que expresaban, arqueándose, retorciéndose, todo cuanto a aquellos resultaba imposible. El mohín despectivo de sus labios y sus mejillas desencajadas, tal vez venidas abajo por el peso de infinitas sonrisas echadas a perder, le concedían a su rostro un aspecto solemne, distante... En suma, el doctor Balaguer era una de esas peligrosas personas que no parecen haber sido niños jamás.
Estuve observándole, siguiendo todos sus movimientos allá hasta donde los guardaespaldas del monarca me permitieron. No pensaba perderle de vista. Si los dos hombre-dios se dirigían a una planta yo aguardaba en el extremo del pasillo mezclado con el resto de los mortales. Era algo tedioso y sin embargo la gente sonreía, y comentaba que el rey estaba muy guapo, o que su mirada despedía un brillo de inteligencia. Así transcurrieron un par de horas, al cabo de las cuales Su Majestad finalizó el reconocimiento médico y salió a la puerta de la clínica para dirigirse a otro sitio, a inaugurar una feria de maquinaria, a que lo invistieran doctor "honoris causa", a cazar machos cabrío de quince años de edad u osos borrachos.
En ese momento los cientos de policías se esfumaron, y lo mismo los curiosos, pero fue cuando yo realmente entré en acción, y al cruzarse en mi camino de regreso a su despacho abordé al doctor Balaguer.
-Lo sé todo- le dije.
El me miró con cierta perplejidad por encima del hombro, pero no se paró. Vi también como inmediatamente dos matones surgían no sabía muy bien de donde y se abalanzaban hacia mí.
-Todo sobre los trasplantes, el tráfico de órganos- grité muy deprisa, y entonces el doctor se giró, hizo un gesto a los guardaespaldas y me pidió que lo acompañara a su despacho. Era un despacho elegante pero a la vez austero, con muebles de madera oscura y olor a capilla. Sobre el sillón del sillón Balaguer había una foto del rey y un gran crucifijo. Eso me daba mal rollo, era lo mismo que en las comisarías.
-Siéntese- dijo y sonó como una orden.
-Estoy bien de pie- dije, por lo tanto.
-¿Quién es usted? ¿Qué quiere? ¿Qué sabe?- él continuaba hablándome en aquel tono.
Lo odiaba. Odiaba a todos esos cerdos para quienes no significábamos nada, sólo un número, un voto, un riñón...
-Sé que usted está operando bajo manga a gentuza como Jaime Ignacio, sé que está procurándose lo órganos de vagabundos asesinados. Lo sé todo; o casi todo. Todavía tengo que averiguar quién le está haciendo el trabajo sucio. Eso es lo que quiero y usted me lo va a contar.
-¿Por qué?- preguntó muy seguro de sí mismo.
-Porque todavía no le he contestado a la primera pregunta. Yo soy alguien a quien SÍ le importan esos vagabundos muertos. Me importan tanto que estaría dispuesto a arrojarle a usted por esa ventana si no llego hasta el final de este asunto- le amenacé cercándole con mi cuerpo contra la susodicha ventana. Por una vez las cosas sucedían al revés que en las comisarías.
El doctor Balaguer cabeceó buscando la puerta, pero yo seguí sus movimientos, a sólo unos centímetros de su cara, regodeándome en su miedo y la rabia que le daba haber cometido el error de dejar a sus matones en el pasillo.
-Está bien, le daré lo que me pida.
Hablaba de dinero. Aquella gente siempre hablaba de dinero.
-Ya le he dicho lo que quiero.
Me acerqué un poquito más a él.
-Está bien, está bien. Tranquilícese.
La vida daba muchas vueltas. En un momento estabas contando chistes con el rey y al siguiente un terrorista te echaba su aliento a tabaco negro y cerveza caliente a la cara. Eso te hacía comprender lo pequeño que eras.
-Yo solo soy un pobre doctor- decía, por ejemplo, aquel mierda-. Me ocupo sólo de la parte médica, las operaciones, y no me intereso demasiado por la procedencia de los órganos. Puede que ese haya sido mi error.
Era evidente que mentía. ¿Cómo podía operar un tipo con semejantes gafotas de culo de vaso?
-¿Quién se ocupaba del trabajo sucio? ¿La policía?
-No, no.
-¿Quién? Deme nombres. ¿Para quién trabajaba el hombre que murió ayer?
Aquello de avasallar a la gente no era mi estilo, pero avasallar a los gorrinos era distinto y ya me había dado resultados positivos, por ejemplo con el follamuertas.
Esta vez tampoco falló.
El doctor Balaguer dijo aquel nombre. Me quedé de piedra. Hasta tal punto que consiguió zafarse y correr hacia la puerta gritando "¡socorro, socorro!".
Entonces reaccioné, me di cuenta del peligro que corría y yo también me lancé hacia la puerta, bloqueándola apoyado sobre ella.
-Es usted hombre muerto- me amenazó, pero tal vez aquellas palabras fueron las que me dieron fuerzas para soportar las violentas acometidas desde el exterior y guardarme las espaldas de sus guardaespaldas.
-Si esos gorilas me tocan un pelo tengo unos cuantos informes preparados para enviar a todos los medios de comunicación- inventé, jadeando.
No iba a aguantar mucho más. La puerta se había abierto ya unos centímetros y una manaza asomaba intentando agarrarme de los pelos.
-Todos los medios de comunicación son nuestros- dijo el doctor Balaguer.
-Casi todos- conseguí articular al tiempo que mi cuerpo era impulsado hacia delante, y mientras intentaba inútilmente no perder el equilibrio añadí: -Y dentro de poco hay elecciones.
La muñeca se me dobló al caer contra el suelo, la oí crujir, y después sentí una especie de latigazo subiéndome por el brazo. Pero los matones no se apiadaron de mí.
Me pusieron de pie retorciéndomelo.
-¿Qué hacemos con este quinqui?- preguntaron a su amo, no obstante, antes de darme de hostias.
Aguarde la respuesta con la misma ansiedad que ellos.
-Acompañadlo a la salida. Ya nos ocuparemos de él más adelante- ordenó el doctor Balaguer.
Tenía que pensárselo. En una situación así un escándalo no le convenía, necesitaba tiempo para prepararse el camino, la manera de eliminarme sin dejar huellas.
Los orangutanes me sacaron del despacho en volandas. Por los pasillos me llevaban emparedado, todavía en volandas, pero intentando disimular, como si fueran dos celadores acompañando a un pobre enfermito.
-¡Soltadme, soltadme, hijoputas!- comencé a berrear, en parte porque me repelía semejante prepotencia, en parte porque la muñeca me dolía horrores.
El caso es que terminaron por soltarme, o más bien por arrojarme al cuarto de la ropa sucia. En una clínica como aquella los mecagüendioses que yo profería eran más devastadores que la goma 2.
Me quedé allí, a oscuras, recostado sobre un mullido montón de sábanas sucias, hasta que ya no pude soportar el olor a mierda y sudor. Entonces me incorporé, salí del cuartucho y luego de la clínica, volviendo la cabeza cada dos por tres, por si alguien me seguía. Había mucha gente en la calle y no estaba seguro.
Entré a una cabina. Si alguien me seguía eso le inquietaría. Marqué el número de Angelita. Sólo sabía de memoria dos números de teléfono. Aquel en concreto porque hasta hacía unos días había sido un poco el mío.
-¿Si?
-Angelita, soy Felisín. Oye ¿está Picio por ahí?
-Hola, Felisín. No, majo, ha ido a su casa, a cambiarse.
-Gracias, Angelita.
-¿Te pasa algo, Felisín? Te noto la voz rara.
Era por lo de la nariz.
-No, tranquila, no pasa nada- le mentí, y tras colgar marqué el número de Picio. Aquel era el otro número.
Mientras sonaba el teléfono pensé que había tenido suerte. La casa de Angelita estaba quemada, allí podían encontrarme, o seguir a Picio.
-¿Dígame?
-Picio, soy Felisín.
-Uy, uy que miedo, un eskinjí- bromeó.
-No te rías, que te llamo para algo muy serio. Por fin he descubierto todo, por qué mataban a Gloria y... y los demás, por qué la policía protege a los asesinos y quién está al mando de todo ésto.
-¿Al mando? Joder, eso suena, muy fuerte.
-Pues espérate, el que se ocupaba de seleccionar las víctimas, de dar las órdenes a nuestro amigo de la tirita, de que éste llevara los fiambres de un lado para otro (ya te contaré para qué)... ¿Sabes quién es?
Le dije el nombre.
-Hostia- exclamó. A él también le dejaba patidifuso la noticia.
-Y ahora ¿qué vamos a hacer?- preguntó al cabo de un rato.
-Seguir adelante, tío, hasta el final, con todas las consecuencias.
Picio resopló.
-Intentar sacar la revista cuanto antes. Sobre todo porque es la mejor forma de protegernos. En todo este rollo hay implicados muchos peces gordos y no se va a andar con chiquitas. Por cierto, Picio, tengo que pedirte un favor.
-¿Cuál?
-Tienes que dejarme pasar la noche en tu keli.
-Vaya mierda de favor, hombre, eso está hecho. Además hace mucho que no se te ve por el barrio el pelo, je, je.
Convenimos, pues, en vernos esta tarde, dentro de un par de horas. Entretanto yo tenía en primer lugar que asegurarme de que no me seguía nadie y en segundo solucionar lo de mi muñeca. Cada vez me dolía más.
Nos despedimos, colgué y me dirigí de nuevo a Urgencias. Confiaba en que al día siguiente toda aquella pesadilla terminara. El final iba a ser complicado, pero debía afrontarlo, antes de que no quedara en mi cuerpo un solo hueso sin fracturar.
La enfermera era una chica normal, más bien tirando a fea, pero yo no podía dejar de imaginar qué había debajo de su bata blanca cada vez que se abría la puerta y me decía:
-El doctor Tadeo le atenderá enseguida.
Nunca conseguiremos alisar los pliegues del alma humana. Tampoco reprimir la tentación de pasar la mano sobre ellos, pero al tacto siempre serán ásperos, transmitirán un hormigueo desazonador... ¿Por qué un asesino a sueldo, un tipo que aparentemente no siente ningún respeto por la vida ajena sacrifica la suya a cambio de la de dos niños desconocidos? ¿Por qué una enfermera, alguien que trata a diario con el dolor y la muerte, que te pone un enema o te vacía la vacinilla también consigue que se te atraviesen las hormonas más vivificantes en la garganta? ¿Quizás porque en el fondo todos éramos un poco necrófilos y antropófagos y los asesinos eran un poco como todos? Y si se trataba de eso ¿con que derecho juzgar algo que era, nunca dejaría de ser un misterio para nosotros? Bien, en cualquier caso lo que estaba claro era que tal vez aprenderíamos algo cuando las clases de filosofía se impartieran en los hospitales.
Yo llevaba en aquel, haciéndome preguntas de ese tipo mientras esperaba a que el doctor Tadeo me recibiera, un buen rato.
Odiaba los hospitales. Toda aquella gente diciendo "tiedes bueda cara" pero tratando de no respirar el aire cargado, el olor a muerto de las habitaciones... Y eso que en esta ocasión, con la venda, el esparadrapo, cubriéndome la nariz y las ojeras azuladas incluso sentía cierta comodidad en un lugar como ese.
Desde la tarde anterior tenía la impresión de que todo el mundo me miraba y se reía de mí. Incluida Lorea, que me había acompañado a Urgencias. -Tiene gracia- dijo-. Mi padre me ha dado recuerdos para ti. Ha dicho que te cuidaras.
Pero yo no le veía la gracia.
Seguro que a la enfermera no le daría tanta risa mi aspecto.
-El doctor Tadeo le espera- me hizo saber, al fin.
El doctor Tadeo era el hermano de Angelita. Trabajaba en la unidad de trasplantes del servicio de salud pública de Jamerdana.
La sanidad era el negocio de la ciudad. Una de las clínicas más prestigiosas, la clínica San Andrada, se encontraba en ella y el sector público se esforzaba por estar a su altura, en una aparente y sana competencia. Por ejemplo, dicha clínica tenía desviadas ciertas especialidades y concertado un número de camas con la Seguridad Social. Lo cierto era que esa competencia ni siquiera se daba, porque todos los servicios complemetnarios de la sanidad pública (lavandería, comidas, mantenimiento...) estaban en manos del sector privado, de los mismos a los que pertenecía la prestigiosa clínica. Si acaso existía algún tipo de rivalidad era entre médicos. Los mejores profesionales del estado se disputaban las plazas en Jamerdana, de manera que las zancadillas, envidias y camarillas estaban a la orden del día. Era de esto de lo que pensaba yo sacar partido. Además el doctor Tadeo parecía especialmente propenso a despacharse a gusto sobre sus colegas.
Todos los rasgos vulgares que en Angelita transmitían ternura en él representaban ruindad: los ojitos pequeñitos y juntos, la calva penosamente disimulada con cuatro pelos cruzados, la caspa sobre los hombros...
Pensaba utilizar el viejo truco de la revista. Una entrevista era algo a lo que no podían resistirse para darse importancia tipos como él.
-Me ha dicho Angelita que usted es una especie de investigador privado- dijo él, no obstante, y pensé que si los tiros iban por ahí igual me hablaba más de los otros médicos y menos de él mismo, así que decidí cambiar de táctica.
-Sí, trabajo para una asociación de donantes. Quieren supervisar el correcto tratamiento y distribución de los órganos que se aportan. Ya sabe, a veces se oye hablar de anormalidades, enchufes... Y luego todo ese asunto de los niños sudamericanos, el tráfico de órganos... -lo dije como si sonara muy ajeno a nosotros.
-Nosotros trabajamos con una rigurosa lista de espera- se defendió -Demasiado larga, por desgracia.
-¿Existe un control sobre la procedencia de las donaciones?
-Por supuesto. Somos nosotros, los propios médicos quienes los solicitamos a las familias de los fallecidos. Incluso hemos recibido un cursillo para hacerlo con delicadeza. Pero todo eso ya lo sabrá usted.
-Sí, claro- disimulé-. A lo que me refería era a si es posible saltarse de alguna manera esas listas de espera, por decirlo de alguna manera, comprar un corazón, un hígado, unos riñones... La clínica San Andrada hace muchos trasplantes, es conocida por ellos, hay muchos pacientes venidos de fuera...
-A toda persona que necesita un trasplante se le gestiona desde la Seguridad Social. Muchas de esas operaciones de la clínica San Andrada son concertadas con nosotros. Los otros casos, los pacientes venidos de fuera aportan su propio donante. La procedencia de esas donaciones ya es cosa de ellos, pero si quiere que le diga la verdad, sí, es cierto, en estos temas, como en todos, el dinero cuenta.
-¿Qué quiere decir?- le interrumpí.
El hermano de Angelita tomó aire y después lo soltó ruidosamente.
-Mire, esto es confidencial, pero se han dado casos de personalidades ilustres de Jamerdana que renunciaron a su turno porque ya habían solucionado su problema.
Se levantó de la silla en la que estaba sentado y se dirigió a una ventana. Pareció dudar un momento pero al final señaló a la calle y dijo:
-Ese señor también hará lo mismo cuando le toque. Precisamente ha interrumpido sus sesiones de diálisis, pero es evidente que sigue vivo.
El lugar que señalaba era una valla con publicidad electoral. "Vota Jaime Ignacio", anunciaba.
Yo me estremecí pensando que aquel tipejo, un político de toda la vida de una familia de la ciudad de toda la vida (una de aquellas familias de especuladores, trepas y caciques que chulearon Jamerdana hasta hacerla suya -el padre de Jaime Ignacio, por ejemplo, cuneteó rojos genocidamente durante la guerra civil; él mismo estuvo procesado años atrás por el hundimiento con víctimas mortales de un edificio-), me estremecí, pues, pensando que aquel tipejo pudiera estar vivo con los riñones del Tiñoso, o del Fistro...
A veces juzgar el comportamiento humano no resultaba tan complicado porque también existían almas lisas que dejaban un rastro de sangre en las yemas de los dedos. El problema era que desde lejos parecía esmalte de uñas, purpurina, y la gente se deslumbraba, incluso votaba a asesinos como ese...
-Así que pudieran darse situaciones de sobornos a donantes- dije-. Incluso de donantes contra su voluntad, ya me entiende- dije, rebanándome con el dedo índice el cuello.
El doctor Tadeo se encogió de hombros. -Ya le digo que eso es cosa de ellos. Aquí todo funciona correctamente. En la clínica San Andrada, no lo sé- dijo, aunque era evidente que sí sabía algo, pero bien por corporativismo, o por el miedo, ¿tal vez porque la mierda le salpicaba a él también?, se callaba.
Se dirigió a mí y me tendió la mano.
-Si le puedo ayudar en algo- añadió, pero sólo era una fórmula para dar por terminada la conversación.
-Sí, puede contestarme a una pregunta: ¿Quién está a cargo de la unidad de trasplantes de la clínica San Andrada?
-Eso no es un secreto. El propio director, el doctor Balaguer- contestó, empujándome hacia la puerta.
Nos despedimos. En el pasillo la enfermera hablaba con una mujer.
-El doctor Tadeo le atenderá enseguida.
-Adiós- me despedí también de ella.
Me correspondió con una limpia sonrisa.
Por fin parecía que las cosas empezaban a aclararse.
Me abroché la cazadora. Hacía frío. El otoño estaba en las últimas. Lástima. A mí siempre me había gustado aquella época del año. Los tonos grises y amarillentos, el olor de la tierra mojada, los crujidos de las hojas resecas al pisarlas, sus frágiles huesos convertidos en ceniza esparcida al viento. Otoño. Algo que terminaba para siempre. Algo que comenzaba tan tristemente como acababa ese algo. Confusión. La locura y la cordura, que hasta rimaban, tal vez porque entre ambas no existían límites.
Eché a andar. En la acera de enfrente ví a un niño con cara de pillo arrojando castañas a los pies de un niño gordo. El niño pillo gritaba "¡salta, salta!" y se reía. El niño gordía corría todo lo rápido que le era posible, es decir muy lentamente, e inflaba sus carrillos sonrosados y carnosos. A sus espaldas Bart Simpson, estampado en una mochila fosforescente, balanceaba su cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como esquivando los pilongazos que el otro le lanzaba. El niño pillo era un cabrón. Años más tarde formaría parte de los antidisturbios, o se convertiría en presidente del gobierno, o en jefe de la Conferencia Episcopal, vete tú a saber, pero ahora sólo era un niño y yo pensé que los niños tenían que ser así, pillos que lanzaban pilongazos a otros niños, que metían sapos en el cajón de sus profesores, que decían mierda puta únicamente por el placer de oirse decir mierda puta, o niños gordos que se tiraban pedos terribles de nocilla, que se zampaban sus bocatas y luego los de los demás, que las pocas veces que se enfadaban derrumbaban sus cuerpos paquidérmicos sobre los pillos escuchimizados que les hacían la vida imposible y les escupían a éstos en la cara su aliento a chorizo... que los niños tenían que ser niños por los siglos de los siglos, amén.
Todo aquello iba cavilando cuando de repente caí en la cuenta de que hacía ya un rato un coche me seguía dos o tres metros por detrás. Joder, no había forma de bajar la guardia, ni siquiera un momento. Estaba seguro de que si me giraba me iba a encontrar con un 124 sucio de barro. Aunque quizás eso no me conviniera. Mi nuevo aspecto me protegía, hacía dudar al tipo de la tirita, quien seguro que también se encontraba allá detrás sentado al volante.
Me sentía un poco como la mujer de Lot, aquella que se convirtió en estatua de sal al girarse para ver arder Sodoma y Gomorra. Pero yo tenía que volverme. Después de todo a estas alturas de la historia ya habíamos visto caer azufre sobre Sodoma y Gomorra miles de veces y desde luego en la Biblia no aparecían 124 sucios de barro, ni en consecuencia existía el peligro de los accidentes de tráfico, los atropellos fortutitos...
Lo hice muy rápidamente, de manera que fuera él quien quedara petrificado. No me había equivocado, allá estaba aquel hijoputa, mirándome con unos ojos como platos sucios de salsa de tomate, esperando a que la madeja de venitas sanguinolentas que se enredaban en ellos le bombearan a su cerebro de mosquito la confirmación de que sí, era yo, me había rapado la cabeza pero era yo, el tipo al que se debía llevar por delante.
Mientras intentaba asimilarlo apreté a correr. Para cuando él reaccionó e hizo gruñir el motor de su 124 yo ya había recorrido unos cuantos metros. Jugaba con ventaja, con la ventaja de toda una juventud a mis espaldas haciendo eso, corriendo por las callejuelas del casco viejo en busca de algún bar en el que refugiarse de los pelotazos, los botes de humo... Además había decidido comenzar la huida sólo una vez que se divisara el bar de Beni. Me creía muy listo. Ni por un momento se me había ocurrido pararme a pensar que era miércoles y tocaba descanso semanal. Aporreé la persiana violentamente. Dentro no había nadie así que lo única que hacía era perder tiempo.
El 124 embestía desde lejos, rugiendo como si almacenara bajo el capó una jauría de dobermans. Cuando montó las ruedas en el bordillo y se lanzó a toda pastilla a por mí crucé hacia la otra acera. Puede que así le obligara a maniobrar permitiéndome alcanzar la bocacalle. Una vez allí me encontrarían a salvo, pues en aquella esquina se levantaban unas escaleras que conducían a otra calle superior. Pero no iba a resultar fácil. Todavía me quedaban veinticinco metros, veinte, quince... Y el 124 cada vez más cerca, de nuevo en la misma acera por la que yo corría, muy pegadito a la pared, rozando de vez en cuando con ella y haciendo saltar chispas a su carrocería. Diez metros, cinco... Tenía que llegar, sino deseaba acabar estampado en la pared como un póster electoral más. Vota Jaime Ignacio. Vota PSOE. Vota Felisín... Las piernas me pesaban toneladas, mi pecho era un cocktail-molotov. No iba a llegar. No iba a llegar. No...
Sentí una tarascada en la cadera y salí volando, haciendo un complicado escorzo en el aire con el cuerpo, sin ningún control sobre él... Cerré los ojos, no sabía muy bien por qué, tal vez esperando ver pasar ante ellos la película de mi vida, pero allí no había nada, como mucho unos fotogramas de color oscuro que se consumían, y dos bolitas de fuego que confluían en el centro, y caían en un charco de aguas negras, con reflejos de todos los colores del arcoiris, lo teñían de rojo, y después chorretones descendiendo por mi nariz, convertida en un surtidor, con sus grifos para el agua caliente y el agua fría, porque así era como sentía fluir la sangre, a veces fría, a veces caliente... Finalmente todo el cuerpo y toda ni alma fueron mi nariz, sentía incluso los latidos del corazón allá dentro.
Armándome de valor abrí despacito los ojos y, por un momento, al ver aquellas llamaradas de fuego, creí que por fin había terminado mi viaje con destino al infierno, pero luego, cuando me di cuenta de que se elevaban desde el esqueleto del coche, comprendí que el tipo del 124 se me había adelantado. O tal vez no.
Yo me encontraba despatarrado en las escaleras que había al doblar la calle. Frente a mí el niño gordo y el niño pillo, inmóviles y pálidos, permanecían clavados en el centro de la calzada. Sobre ésta una marca negra rodeaba sus cuerpos extendiéndose hasta los neumáticos del coche, envuelto en llamas unos metros más adelante e incrustado contra una pared.
Al tomar la curva el tipo de la tirita se había lanzado sobre ella para no tener que atropellar a los dos niños.
Pensé que el otoño probablemente también era su estación preferida.
Después me incorporé como pude y me piré de allí antes de que la calle se llenara de policías.
Últimamente aquellas se habían convertido en mis palabras preferidas. Incluso cuando esa tarde descubrí, con cierto agrado, que la lluvia persistente había decolorado el tinte azul de mis cabellos y decidí afeitarme la cabeza, intenté trasquilar con la maquinilla de manera que quedaran escritas sobre mi calva: mierda puta.
Por suerte toda mi vida había sido un manazas. Pensándolo mejor no resultaba demasiado inteligente coronar con semejante lema precisamente la cabeza. Pero una ocurrencia así tenía su lógica. Tras unos días disparatados como los últimos cometer disparates entraba dentro de lo normal.
Había dormido como un tronco, más de doce horas. El esfuerzo de la noche pasada me había dejado hecho una braga, pero eso sí, una braga de lo más suavecita. Las propiedades dermatológicas del barro no eran moco de pavo.
Estaba solo. Lorea se había llevado el coche y la ropa a lavar, así que tardaría en volver. Ella tenía un hormiguero en el culo y diez años menos pero yo necesitaba un respiro. Una vista a mi antigua vecina, Angelita, para pedirle un favor y, por aquel día, a correr, es decir a sentarse en el bar de Beni y escuchar discos de “Vómito”, “Delirium Tremens”, muy propios para tomarse mientras tanto dos o tres birras.
Entusiasmado con la idea salí de casa. Apenas me costó unos minutos arrastrarme hasta la casa de Angelita.
-¡Dios mío, un eskinjí!- gritó aterrorizada ella al verme.
-Que no, Angelita, que soy yo, Felisín- le aclaré, consiguiendo introducir el pie en el hueco de la puerta antes de que me la estrellara en las narices.
-Uy, es verdad, no te había conocido. Qué susto- dijo, y a mí me agradó oír esto último, aunque también resultó fastidioso convencerle de que yo no iba apaleando por ahí a negros, maricones, minusválidos...
Me hizo pasar al salón. La televisión estaba puesta y recostado en el sillón encontré a Picio comiendo pipas. Me alegré de verlo.
-Hombre Felisín, pareces un capullo gigante.
El también se alegraba.
-Y a ti te han vuelto a salir esos mejillones en los dedos- dije, señalando sus pies desnudos sobre la mesa.
Me senté a su lado.
-¿Qué escritor norteamericano es el autor de "Ultima salida para Brooklyn"?- se escuchó desde el televisor.
Era uno de aquellos programas de preguntas y respuestas.
-Hubert Selby Junior- dijo Picio, luego cascó otra pipa y me alargó un sobre-. Son las fotos de la otra noche, las de los caníbales.
Las miré. Eran muy buenas. Es decir, sentías ganas de vomitar al verlas.
-Son cojonudas, Picio- alabé su trabajo, pero mis palabras las pisó el presentador con una nueva pregunta.
-¿Quién dirigió la película "Alguien voló sobre el nido del cuco"? -Milos Forman- volvió a acertar Picio, pero no se dio importancia, ni tampoco al agradecer mi comentario sobre las fotos.
-¿Quieres pipas, Kojack?- me ofreció.
Acepté, y lo mismo el bocata de tortilla de gambas que me preparó Angelita.
-¿Tú tenías un hermano cirujano, verdad?- le pregunté una vez que lo hube engullido.
-Sí- la cara se le iluminó y se colocó muy tiesa en el sillón, orgullosa.
-Un jetas- le hizo bajar de la nube Picio.
Ella no se enfadó. Por el contrario, se reclinó sobre él y le besó en los labios. Era uno de aquellos seres humanos excepcionales que necesitaban tener siempre a alguien a su lado para darle todo su amor, y eso sin pararse nunca a pensar que podían dejarla a dos velas. Como su hermano.
-Me gustaría hablar con él.
-¿Para qué? ¿Necesitas una operación?- bromeó Picio -. ¿Una fimosis?- señaló mi cabeza rapada.
Nos reímos.
-No, tengo que hablar con un médico. Es por el asunto de Gloria y...- pensé en el Tiñoso.
Picio no sabía que en realidad se lo habían cargado, y mucho menos que la noche anterior Lorea y yo habíamos profanado su tumba. La tumba que él había pagado. Había que andar con pies de plomo-...y los demás. Creo que he descubierto algo muy importante, ya te contaré- dejé caer una mano sobre la rodilla de Picio.
Afortunadamente una nueva pregunta del concurso distrajo su atención.
-¿En qué año se proclamó La Comuna en París?
Esa era difícil.
-1871- contestó, no obstante, correctamente.
Angelita aplaudió, casi tan orgullosa de él como de su hermano.
Puede que eso le hiciera recordar el favor que yo acababa de pedirle.
-Uy, perdona, Felisín. Claro que puedes hablar con él. Yo le avisaré- y como intentando compensar su olvido añadió:
-¿Quieres un café, una copita?
Me tomé un güisqui. En el televisor continuaban las preguntas. Picio contestaba a todas sin equivocarse.
Él también era uno de esos seres humanos excepcionales, un tío listo y con un corazón a juego con el tamaño de su cuerpo, gigantesco, palpitando en un mundo a la medida de mediocres, de canijos con alma de funcionario, un loco que renegaba de ese mundo para tumbarse en un sillón a comer pipas junto a su chica y para hacer reír a sus coleguis llamándoles carapolla. Por las fotos de los caníbales podían pagarle en cualquier revista millones y, después la fama, y fichar por el "Playboy", pero a él no se le ocurriría publicarlos en otro lugar que no fuera "Borraska". Terminé mi güisqui pensando en que no podía fallarle. Ni a él ni a Gloria ni al Tiñoso ni a los demás. Tenía que llegar hasta el final de aquel asunto y dejar con el culo al aire a quien hiciera falta, por muy gordo que lo tuviera. Sólo necesitaba un respiro, un poco de música ratonera y un par de cervezas en el bar de Beni.
Me despedí, pues, de aquellos dos benditos. Pero antes de salir aún pude escuchar la última pregunta del concurso en el televisor.
-¿Cómo se llama el último marido de Liz Taylor?
Ahí le había pillado.
-Larry Fortensky- contestó, sin embargo, Angelita.
Patxi Irurzun (Pamplona , 1969), es autor del diario Dios nunca reza, los libros de cuentosLa tristeza de las tiendas de pelucas, Ajuste de cuentos, Cuentos de color gris, Cuentos sanfermineros, El cangrejo valiente y La polla más grande del mundo, las novelas Cuestión de supervivencia, Ciudad Retrete y Odio enamorado el libro de viajes Atrapados en el paraíso, sobresu viaje al vertedero de Payatas (Manila)y a Papúa Nueva Guinea, y al recopilación de artículos humorísticos Mi papá me mima, sobre su ecperiencia como padre y amo de casa.Ha publicado cientos de cuentos y reportajes en diferentes medios: El Canto de la Tripulación, El Europeo, Rolling Stone, La Jornada de México, Dominical, Mono Gráfico, Vinalia Trippers... Ha ganado diferentes premios, como "El Viajero", de El País-Aguilar, el "Ciudad de Palencia" o el Francisco Yndurain de las letras para autores jóvenes. Ha participado en diferentes antologías, como Golpes, Tripulantes o Cuentos de fútbol (en italiano, idioma al que también se han traducido varios de sus cuentos). Junto con Vicente Muñoz ha dirigido el libro de homenaje a Bukowski, Resaca / Hank Over. Fue editor del fanzine literario digital Borraska. Es más feo que el copón pero tiene novia y dos hijos, los tres guapísimos.
Juan Kalvellido, un dibujante salido de la klase obrera (él especifika ke hundido en la klase obrera) ke no ha dejado nunka de kreer en la revolución.Nacido en Kádiz en EL 1968, vive en Fuengirola (Málaga). Publika a diario en www.insurgente.orgwww.rebelion.org y www.kaosenlared.net. Kolabora mensualmente en el periódiko Diagonal, Mundo Obrero, en la revista El Viejo Topo, El Batracio Amarillo y en la de humor EL KARMA, Monográfiko y en toda la ke se lo pide. Ha ilustrao un disko kon la CGT Chiapas de Madrid ke ya puedes konseguir titulado LOS RITMOS DEL ESPEJO II y un montón de libros de poesía .Además de los libros ODIO ENAMORADO/ La polla más grande del mundo de Patxi Irurzun (amigo inseparable de penurias). Lo último ke ha ilustrado han sido los libros "NADA ES LO KE PARECE" de la periodista Enriketa de la Kruz y el poemario "PERRO PULGAS" del profesor Manuel F.Trillo y el libro de kuentos de Flores Magón " Viva Tierra y Libertad!" todos ellos kon la editorial Tiempo de cerezas ediciones ke le publikó su primer y úniko album hasta el momento "Salud y ni un paso atrás!"( 15 €). Para más información : jkalvellido@wanadoo.es
La dedicatoria de Patxi a Kalvellido allá por 1997
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Que rule la virgen puta
Hoy le he llevado los respektivos kapítulos ke tocaban ke leyeran a un grupo de amigos, y he pensado " seguro ke le gusta ver como se difunde entre los jóvenes!" Así ke akí te adjunto una imagen donde salgo yo dandole los kapítulos a un par de amigas, a las kuales les mola la historia también, como no!