viernes, 26 de diciembre de 2008

CAPÍTULO 11: TODO EL MUNDO NECESITA AMOR





BSO: Sírvela de nuevo, Patxi (Tijuana in blue)



La encontré camino del otro piso, perforándose un nuevo agujero en la oreja en un puesto callejero. Se había cambiado de ropa. Ahora sus piernas las cubrían una especie de malla de lana con franjas horizontales azules y blancas hasta la mitad de sus muslos, donde asomaban unos centímetros de piel, y después un tres-cuartos de tela de cáñamo de color gris con el que protegía la parte superior.

-¡Felisín!- exclamó cuando me vió, y me besó en la boca.

Yo sentí cómo sus labios me succionaban algo por dentro, todo lo que tenía que contarle, y que sólo me lo devolvería cuando ella quisiera.

-Perdona por lo de mi padre. Seguramente habrá estado muy borde contigo. Es muy celoso ¿sabes?

Se pasó la mano por el pelo rapado y su cabeza escupió una ráfaga de gotitas de lluvia. Sentí que mi escroto se convertía en un emjambre.

-Además le mosquea que yo haga cosas como ésta. Mi padre es un progre y le jode que después de haberme dado una educación liberal yo me sienta tan llena de complejos, que ande siempre en líos para intentar superarlos...- dijo muy seria-. Enfin, vaya paliza ¿no? -trató de recuperarse-. Y tú ¿que tal te ha ido?- preguntó por fin.

Le conté lo del asalto al piso, la okupación del otro, el recibimiento de los vecinos... Lorea acompañaba mis palabras con asentimientos, exclamaciones de aprobación o reprobación, de vez en cuando algún insulto, una risa, de acuerdo a cómo transcurriera mi relato, y eso a mí, que siempre había tenido problemas para expresarme, me ayudaba. Quería a aquella chica.

Llegamos hasta lo que hasta entonces había sido la redacción de "Borraska".

-Ahora verás- le previne a Lorea una vez ante la puerta, y la abrí mientras observaba su cara, aguardando que sus facciones se desencajaran por la sorpresa, la ira, la impotencia... Lorea, por el contrario, rompió a reir.

-¿Qué pasa?- pregunté sorprendido, y entonces me asomé yo también.

Sobre el colchón desventrado se encontraban Picio y Angelita, desnudos. Sus barrigas, fofas y blancuchas, se movían como enormes flanes. Ella se encontraba arriba, sostenía un canuto entre los labios y hacía tintinear el cascabel de su risa una y otra vez. Debajo Picio le sacaba fotos.

-Eh, colegas- nos saludó -Por fin he ligado, esto hay que inmortalizarlo.

-Pero Picio...-dije.

Picio no se comía una rosca, pero él siempre se lo tomaba a broma y yo no imaginaba que su desesperación llegara a esos límites. Violar a un osito de peluche después de drogarlo era algo aberrante.

-Quiero a esta mujer- se explicó, no obstante-. Dice que hay tanta gente que es más fea que Picio que yo debo de ser guapo. Qué cachonda.

Picio estalló en una de sus terribles carcajadas y conforme su cuerpo se inflaba y desinflaba con ella, Angelita, ajena a todo, tornaba sus risitas acampanadas en jadeos entrecortados.

Lorea me golpeó con el codo disimuladamente y salimos a la escalera dejándolos solos. Mientras bajábamos escuhábamos a Picio gritar "¡Por fin he ligado!" y los jadeos de Angelita, que ahora eran ya grititos de puro placer.
Me alegré por ellos dos. Como dijo alguna vez un jipi, todo el mundo necesitaba amor. Incluido yo, así que en un arrebato de valor invité a Lorea a pasar la noche en mi nueva casa.

Le pareció bien.

-Pues claro, tonto- dijo, y a mí, casi automáticamente, se me puso tiesa.

domingo, 21 de diciembre de 2008

CAPÍTULO 10: OKUPA, OKUPA



BSO: Okupación (Barricada)



La puerta parecía consistente pero junto al marco había dibujado un signo de okupazión, lo cual quería decir que era un piso con posibilidades. También en ese mismo portal había otro "squat".

Yo conocía a quienes lo formaban, "Los Pilindrajos", un grupo de titiriteros que tenían unos números muy divertidos con marionetas que imitaban a grupos, los "Sex Pistols", "La Polla Records", y te partías de risa viendo a los monigotes pegar brincos, aporrear la batería... Les había entrevistado hacía relativamente poco y entonces había fichado aquella casa. Un okupa siempre tenía que estar al acecho.

Cogí carrerilla y pegué una patada. Se escuchó un estruendo terrible, que fue extendiéndose en ondas por todo el edificio, pero la puerta no cedió. Oí el ruido de un cerrojo y también ví una sombra espiándome por la mirilla del piso de al lado. Tenía que darme prisa. Pegué una nueva patada. Nada. Otra. Tampoco.

-Oiga ¿qué hace?- escuché finalmente a mis espaldas. Ya estaba. La había cagado.

-Yo, esto, bueno...

-Le voy a enseñar yo- dijo.

Era un tipo como un armario y venía directo a por mí. Me aparté y su paquidérmico cuerpo se desplomó sobre la puerta, reproduciendo el estruendo, sólo que esta vez multiplicado por diez. Tampoco entonces la puerta cedió, y se oyeron nuevos cerrojos.

-Coño, pues es verdad, se resiste- dijo el grandullón.

No me lo podía creer, me estaba ayudando.

Al cabo de un rato había ya una docena de vecinos en el rellano, discutiendo cual era el mejor método para derribar la puerta, y al cabo de ese otro rato todos empujábamos, como en una de esas películas de Ivanhoe, con un estilete -en realidad era un viejo y oxidado calentador- eé, pum, eé, pum, hasta que abrimos un hueco y alguien deslizó la mano a través de él y consiguió girar la cerradura, y entonces entramos, y el piso era algo increible, tenía luz, agua y había crucifijos, retratos de santos por todos los lados, y las ventanas eran vidrieras de esas con colorines, con escenas bíblicas.

Me explicaron que los anteriores vecinos pertenecían a una extraña secta religiosa, que se pasaban el día cantando el "alabaré, alabaré", y que a veces lo hacían a pleno pulmón, porque a lo que en realidad se dedicaban era a flagelarse y pretendían disimular los latigazos y los aullidos de dolor. No querían que volvieran a aparecer por allí.

Luego llegó alguien con una botella de pacharán, y subieron "Los Pilindrajos" con sus marionetas, hicieron una actuación...

La fiesta de bienvenida se prolongó casi una hora, hasta que dieron las diez, comenzó un partido televisado del Sporting Jamerdana y mis nuevos vecinos fueron retirándose y me dejaron a solas.

Me tumbé en el sofá, un estupendo sofá-cama que había plantado en el centro del salón. Las cosas no podían resultar mejor. Había imaginado que sería como las otras veces, aquellas primeras noches con una vela y un colchón, rodeado por paredes que parecían de hielo y tras las cuales había pegados vasos de cristal, y a los vasos orejas, y a estas vecinos desconfiados a los que tendría que ir levantando las tapas de sus corazones poco a poco.

Me hubiese quedado allá mismo, saboreando aquella sensación hasta que me narcotizara por completo y cayera pánfilamente dormido, pero recordé que había prometido volver con Picio. Y, sobre todo, quería ver de nuevo a Lorea.

jueves, 18 de diciembre de 2008

CAPÍTULO 9: TRAVESURAS




BSO: Y ahora qué (La polla Records)


Angelita era como un osito de peluche. Pequeñita, regordeta, con pelusa por la cara y aquellos dos ojazos enormes de color marrón, uno no podía evitar sentir ternura por ella, más todavía si como entonces se echaba a llorar y lagrimones como gotas de miel le recorrían las mejillas.

-Ay, que desgracia- repetía, colgada del cuello de Picio, y no acertaba a articular más palabras que esas.

Estábamos en el portal y ella señalaba en dirección a mi piso. Subí las escaleras despacito, con el corazón en un puño. Se me escurrió entre los dedos cuando encontré la puerta de mi casa hecha astillas y dentro aquel desbarajuste.

Por los suelos, sobre un mar de cristales rotos -los cristales de la pantalla del ordenador-, flotaban los cadáveres destripados de la cama, el sillón, el tocadiscos... Un maremágnum de cables, papeles revueltos, discos rotos... Las paredes y el techo aparecían desconchados y en el ambiente flotaba una nubecita de polvo que lamía los pulmones como la lengua de un gato.

Olía a mierda.

Dí dos o tres pasos en dirección al baño y escuché crujir bajo mis pies los añicos de cristal, los trozos de vinilo... Era como si le pisara las costillas al mundo. Abrí la puerta y me dirigí a la taza. Lo que me imaginaba. La habían taponado con cemento. Aquello era el certificado de defunción de una casa okupada.

-Mira- dijo Picio a mis espaldas.

Señaló el espejo. Sobre él aparecía embadurnado con excrementos la siguiente frase:

“deja de azer preguntas”.

Decididamente el comisario Pedernal era un hijoputa. Y también un poco tontorrón. Con aquella amenaza me revelaba que en el asesinato de Gloria había algo sucio y que quizás la policía estaba implicada. O tal vez era que me subestimaba.

-Ay, que desgracia- repitió una vez más Angelita, y el lengüetazo rasposo del gato se le enroscó a la garganta.

Comenzó a toser vehementemente.


-Anda, vámonos fuera- dije.

Bajamos a la casa de Angelita. Ella bebió dos otres vasos de agua y entonces le pregunté si había visto algo. Entre hipidos logró contestar que creía que el tipo era el mismo de la tarde anterior, el que había matado a Gloria, pero que tampoco había conseguido verle la cara.

-Sólo... sólo...- trató de explicar algo más, pero no pudo, se echaba a llorar cada vez que intentaba arrancarse.

-Tranquila- dije-,¿te importa que nos hagamos un canutito?

-¿Un porro?- preguntó asustada.

-Sí, mujer, no pasa nada, así se te pasa el susto- fue Picio quien habló, y eso bastó para convencerla.

Incluso consiguió que le pegara unas caladas. Aquella situación nos hizo olvidar por un momento lo que teníamos arriba. Era la primera vez que Angelita fumaba un porro, quizás era la primera vez que hacía una travesura. Nos encontrábamos pues en uno de esos momentos trascendentales de una vida y eso requería su exclusividad.

-¿Qué tal?- preguntó Picio.

-Uy, no sé, me encuentro... rara- dijo Angelita, y terminó la frase con una risita como un cascabel.

Nosotros también nos reímos. Había algo divertido en aquello, y también morboso, te hacía sentir como el repetidor que ofrecía cigarrillos en el baño a sus compañeros, o como el exhibicionista que enseñaba su polla tiesa y dura a unas monjitas...

Fumamos otro.

Conseguí relajarme, ordenar las ideas en mi cabeza.

-Bien, Angelita ¿recuerdas algo ahora?- volví a la carga.

-Pues sí, mira- contestó ella muy resuelta-. Ahora recuerdo, el tipo llevaba una venda, o un esparadrapo, o algo así en un pómulo.

Yo pensé en la punta metálica ensangrentada del paraguas de Gloria.

-Por eso no le vi la cara al cabrón- Angelita pronunció esta última palabra enérgicamente, golpeando con el puño cerrado sobre la mesa.

-Muy bien, Angelita, gracias- dije, levantándome -Bueno, yo me voy, tengo que buscar un sitio donde dormir.

Angelita y Picio, que vivía con su madre, me ofrecieron una cama, pero me negué.

-¿Quieres que te acompañe?- preguntó Picio.

-No, lo mejor es que te quedes aquí y saques unas fotos. Y si quieres puedes intentar recuperar algo. Yo vendré dentro de un rato a trasladar lo que se pueda.

-Venga, sí. Yo te hecho una mano- le animó Angelita, y rodeó su cuello con el brazo, desgarbadamente. Estaba muy graciosa.

Salí de casa oyendo a los dos intercambiar bromas.

-Que, Angelita ¿nos hacemos otro?- decía Picio.

Y Angelita, como el niño que busca en el diccionario teta-culo-pito respondía:

-Bueno, vale, otro... porro, ji, ji.

martes, 16 de diciembre de 2008

UNOS SEGUNDOS PARA PUBLICIDAD

Y ahora,entre capítulo y capítulo, mientras os vais a mear, echamos un anuncio con el último libro en el que los dos irresponsables de este blog han colaborado.



Ajuste de cuentos es una recopilación de cuentos publicados y desperdigados en diferentes publicaciones entre 1991 y 2001: las míticas revistas El Europeo y El Canto de la Tripulación, periódicos como La Jornada (México) o populares fanzines como Monográfico o Vinalia Trippers

El libro se divide en cuatro grandes bloques: cuentos de amor (propio); cuentos de curriquis; cuentos punkis; y cuentos antimonárquicos.

Cada uno de ellos viene acompañados de un pequeño dibujo de Kalvellido, casi un exlibris, y hay un prólogo escrito por Kutxi Romero (Marea) y un epílogo de El Drogas (Barricada).

Entre medio, Patxi Irurzun en estado puro: 13 cuentos corrosivos, descacharrantes, tiernos, combativos...

Por 9 euros ¿qué mas se puede pedir?

"Si la literatura fuera un circo (en cierto modo lo es), estoy completamente seguro de que el Patxi sería el tragasables"

Kutxi Romero.

"Escribir es como meterse debajo de la mesa y ver los secretos de los demás mientras se ponen colorados de comer y beber y entreabren las piernas sin ningún pudor. Así, Patxi Irurzun se sumerge en la tristeza del perdedor, que no es tristeza por perder sino la soledad del que sabe que nunca tendrá respuestas a sus preguntas más vitales. Ni siquiera en el culo de una botella"

Enrique Villarreal, El Drogas.


Ajuste de cuentos. Patxi Irurzun. 2008
Editorial Eclipsados (Zaragoza)
163 páginas
9 euros
http://www.editorialeclipsados.bigcartel.com/contact

domingo, 14 de diciembre de 2008

CAPÍTULO 8: COMIDA RÁPIDA


BSO: Somos Siniestro Total(Siniestro Total)


Cuando llegué todavía Picio y Lorea no estaban allí. Puse un disco de los "Cica", lié un canutito y esperé viendo como los minutos se desvanecían en humo. Más tarde me entró el muermo y me quedé dormido. Me despertaron los golpes de alguien aporreando la puerta. Era Angelita, la vecina de abajo.

-Te llaman por teléfono, Felisín, es Picio, parece importante- me dijo.

La vecina de abajo se enrollaba, nos permitía usar su teléfono. Yo creo que se sentía sola. Hasta hacía poco había compartido piso con su hermano, y no solo eso, se había roto la espalda fregando suelos para pagarle los estudios de Medicina y cuando éste se había convertido en un importante cirujano si te he visto no me acuerdo.

-¿Qué pasa?- pregunté, una vez en casa de Angelita, a Picio.

-Felisín, estoy en comisaría.

-En comisaría ¿aún?

-Sí, nos han detenido.

-¿Por qué?

-No nos han querido dar las fotos, dicen que se ha velado y Lorea ha montado un cirio que no veas... Está como una cabra la tía. Ha usado su llamada para pedir una pizza.

-Joder.

-Tienes que ir a ver a su padre. Dice que él nos sacara de aquí, que pagará la fianza. Ahí va la dirección.

Anoté los datos. Era una urbanización de la zona acomodada de la ciudad. Me despedí precipitadamente de Picio y colgué.

-¿Está bien?- preguntó la vecina, y su voz se retorció un poquito. Sentía cierta debilidad por Picio.

-Sí, Angelita, no pasa nada- intenté tranquilizarla, y luego aproveché para pedirle dinero para el autobús.

La línea que debía tomar recorría la montaña que rodeaba la ciudad. En sus faldas se asentaban al sur las barriadas de latón, los poblados chabolistas, y al norte las lujosas zonas residenciales. Ambos lugares los unía un cinturón en el que se incrustaban los diferentes servicios sanitarios de Jamerdana, hospitales, manicomios, cementerios, como si un fino hilo entre la vida y la muerte los conectase y una cosa no pudiese existir sin la otra, vencedores sin vencidos, opulencia sin miseria.

El autobús en el que me monté olía fatal, era una especie de cubo de la basura con ruedas. Me senté junto a una pareja, en la última fila. El resto de los pasajeros parecían tristes y demacrados. Creo que eran ellos quienes despedían aquel hedor. Fueron bajándose en las distintas paradas. Una señora con un ramo de flores en el cementerio. Un viejecito en el hospital. Un tipo con un mono sucio de grasa en una de las barriadas... Después el autobús cruzó un puente bajo el cual pasaba un río crecido por las últimas lluvias. Pensé si al chófer no le habría tentado nunca la idea de pegar un volantazo y ahogarlos a todos. Tal vez no, su recompensa era llegar a las urbanizaciones caras, mirar los bonitos chalets, los jardines, los Lamborginis aparcados a la puerta...

De repente la pareja junto a la que me había sentado se besó y vi los ojos del conductor espiándoles por el retrovisor. Sonrió y yo me sentí fatal: siempre buscaba la cara triste y sucia de todo.

Llegamos por fin a mi parada. Me bajé y me dirigí a la dirección que tenía anotada. Era una réplica de un caserío de montaña, con sus tejados picudos, las contraventanas de madera y tras la verja un mastín del Pirineo recostado cachazudamente.

Llamé. Salió una muchacha. Supuse que sería la asistenta, aunque no estaba muy seguro porque bebía una lata de cerveza y me recibió con un eructo.

-Busco a Lorenzo Peruchena- dije.

Ella me hizo pasar sin hacer preguntas. Aquello también me extrañó. Se suponía que en una zona como esa deberían temer que un tipejo como yo les ensuciase la alfombra.

El interior de la casa tampoco se correspondía con lo que cabía esperar. Había pufs y alfombras árabes en todas las habitaciones, y en las paredes pósters del Ché, Anti-Otan, y por los rincones acuarios iluminados y con peces de colores, o plantas de marihuana... Eso sí, todo estaba muy limpio y parecía muy caro.

La chica me señaló una habitación. Entré. De espaldas a mí me encontré con un hombre de unos 45 años, vestido con pantalón y camisa vaqueros inclinado sobre una mesa y sorbiendo por la nariz. Estaba metiéndose un tirito.

-Hola- saludé cuando terminó.

El hombre se volvió tambaleante. Tenía el cabello rizado, con algunos claros y un bigote de muchos colorines, negro, rojo, blanco... Sobre él la nariz colorada, con marañas de venitas reventadas y unos ojos embotados entre unas impresionantes bolsas en los párpados. Pero la mirada, allá al fondo, era la misma que la de Lorea, los dos cañones de una recortada, más peligrosa incluso, porque estaba borracho como una cuba.

-¿Qué quieres?- preguntó.

-Soy amigo de Lorea... -No, hombre, digo para beber, o para drogarte, si lo prefieres.

-Bueno, pues una cerveza.

Se acercó a un pequeño frigorífico y sacó una lata de "Heineken". El se preparó un güisqui. Nos sentamos en un par de aquellos pufs.

-Así que eres amigo de Lorea. Quieres decir que te la follas ¿no?

-Bueno, yo, no sé- murmuré, en parte porque aquella pregunta me desconcertó y en parte porque era cierto: no lo sabía.

-¿Y en qué lío se ha metido esta vez?

-La han detenido. Dice que usted pagará la fianza.

-¿Eso dice? Pues mira, se equivoca. Que se joda, esa tonta del culo- dijo.

Estuvimos casi cinco minutos sin abrir la boca, tomándonos las bebidas. Yo intentaba, cada vez que tragaba, no hacer ruido.

-Anda, vamos- dijo finalmente el hombre, y al intentar ponerse en pie le falló una rodilla y volvió a caer sobre el puf.

Le ayudé a levantarse.

-¿Sabes conducir?- me preguntó.

-No.

Supuse que le extrañaría. Todo el mundo esperaba de la gente que tuviera algo, un carnet de conducir, una licencia militar, un trabajo, y aunque uno prefiriera empequeñecerse frente al mundo para sentirse mejor no podía porque le pisaban como a una cucaracha. Pero no dijo nada. Sólo:

-Pues yo no puedo conducir en estas condiciones. ¡Pili!- llamó a la asistenta.

-¿Qué le pica?- contestó ella, asomándose a la puerta.

Entre las manos llevaba una nueva lata de cerveza, sin abrir.

-Tienes que llevarnos en el coche.

Ella tiró de la anilla, pegó un tragó y asintió soltando otro eructo. Pensé que a veces un carnet de conducir tampoco venía tan mal. La chica, sin embargo, era una buena conductora. Quiero decir que ella también había bebido, e iba a toda pastilla, enseñándoles el dedo corazón tieso a los demás conductores, pero a la vez te sentías seguro, excitado, el amo de la carretera... Igual era porque llevaba a pleno volumen música de “AC/DC" (aunque en una versión de Siniestro Total).

En apenas diez minutos llegamos a la comisaría del casco viejo. Tampoco tardamos mucho más en salir.

El padre de Lorea entró a pagar la fianza y yo esperé en el pasillo, sentado en un banco. Tenía sueño. A gusto me hubiese liado un canutito pero me pareció un poco fuerte en un lugar como aquel, así que me conformé con cerrar los ojos.

-Hombre, Felisín, como me gusta verte por aquí- escuché.

Era la voz del Comisario Pedernal. Últimamente todas mis pesadillas eran reales. Abrí los ojos y allí estaba, frente a mí.

-No se haga ilusiones, sólo estoy de paso- dije.

-Sí, pero lo que tú no aprecias es que eso es porque yo lo consiento.

-¿Que quiere decir?

-Tú vives en una casa okupada ¿verdad? Eso es un delito.


Sonrió irónicamente y se alejó hacia su despacho. Antes de entrar en él se giró y volvió a hablarme

-Por cierto, una casa muy bonita- dijo, y cerró la puerta.

-Hijoputa- murmuré.

Me tenía cogido por los huevos, pero no me dio tiempo a patalear, porque en ese mismo momento aparecieron Picio, Lorea y su padre, estos dos últimos peleando.

-No vas a madurar nunca- decía él.

-No quiero madurar, papá, no quiero ser perfecta, tengo sólo veinte años- decía ella, y los dos se encañonaban con sus miradas.

Se encontraban tan ensimismados en la discusión que al pasar a mi lado ni siquiera se dieron cuenta de que yo estaba allí.

Recurrí a Picio. Venía arrastrando su enorme cuerpo, embozado en una gabardina de cuero recubierta de imperdibles y asomando su trémula tripa bajo una camiseta sucia de tomate y con una foto del Tiñoso. En una mano llevaba una caja blanca y rectangular. Sonreía.

-Es una cachonda- señaló a Lorea -Le ha hecho pagar al papá mi fianza y además me ha regalado la pizza- dijo, agitando la caja.

-Todavía quedan algunos trozos ¿te apetece?

La verdad era que sí. Llevaba todo el día sin comer y los acontecimientos habían sido tantos y tan precipitados...

-Sí, pero vámonos a casa- dije.

Quería estar tranquilo. Lo que se me olvidaba era que la pizza era comida rápida, para gente muy ocupada.

jueves, 11 de diciembre de 2008

CAPÍTULO 7: LA VIRGEN PUTA




BSO: Ciudad de los gitanos (Marea. Letra de Federico García Lorca)




Seguía lloviendo, lenta y persistentemente, como llovía siempre en Jamerdana, de la misma manera que se sucedían los acontecimientos en aquella virgen puta que era la ciudad, todas las ciudades, en realidad.

Esta en particular era una ciudad nueva -eso si se mide el tiempo en el reloj de dios, y si es que dios existe, claro- fundada hacía tan solo ochocientos años.

San Andrada, el patrón de la ciudad había llegado a esta mediado el siglo XII, desterrado por una justicia que lo acusaba de los crímenes más horrendos, como raptar recién nacidos y beberse su sangre tras violarlos, pero que no se atrevía a quemarlo en la hoguera y lo castigaba con el destierro, porque en realidad el crimen de San Andrada era no aceptar la sociedad en que vivía, predicar con el ejemplo, llevando una existencia al margen de ella y, sobre todo, tener demasiados seguidores de sus revolucionarias doctrinas de amor, igualdad, vida en comunidad...

Nacido en una familia acomodada San Andrada disfrutó de una juventud disipada en la que frecuentó la compañía de putas, ladronzuelos, mendigos, hasta acabar por compartir no sólo lo que de licencioso le ofrecían sino también sus sufrimientos y miserias.

Fue uno de tantos profetas surgidos al calor de unos tiempos como aquellos, que la desigualdad y la hipocresía podían hacer arder en cualquier momento, y cuya popularidad alcanzó cotas tales que condenarlo a muerte era exponerse a provocar una revuelta de proporciones considerables. Resultaba mucho más efectivo enviarlo a un lugar remoto e inhóspito en el que predicara sus ideas al vacío y Jamerdana, que por entonces no se llamaba aún así, era el lugar idóneo, alejado de cualquier tierra habitada o cultivable, rodeado de pantanos y con su clima lluvioso.

El nombre de la ciudad vino después, cuando siguiendo su estela llegaron hasta ella todo tipo de fugitivos, criminales, leprosos... Toda la basura de la sociedad. En realidad a la sociedad un lugar como aquel le resultaba muy útil, era una especie de vertedero, y de ahí lo de Jamerdana, cuyo significado era precisamente ése. Hasta tal punto le resultaba útil que incluso le concedió un fuero en virtud del cual todo perseguido por la justicia dejaba de serlo allá.

De ese modo la ciudad fue creciendo y llegó un momento en que resultó necesario regularizar, normalizar su funcionamiento, lo cual parecía imposible, tratándose sus habitantes de criminales, rebeldes, aventureros... Pero así se hizo y Jamerdana terminó convirtiéndose en una ciudad como cualquier otra.

La historia, sin embargo, determinaba en cierta medida su vida y muchos de los desalmados que llegaron a Jamerdana en su día la chulearon hasta hacerla suya. Especuladores, trepas, caciques que también producían su propia basura y la arrojaban a los barrios trabajadores y a las chabolas que, como aquella lluvia lenta y persistente, continuaban creciendo en las afueras con los fracasados y los que todavía seguían llegando con intenciones de medrar.

Jamerdana era una ciudad de contrastes en la que la ambición había repartido oro y mierda. Tal vez el único lugar al que la codicia humana no había llegado, o al menos así me gustaba creerlo a mí, era el casco viejo, con sus decenas de casa okupadas, los bares... Allí aquella actitud propia de las democracias occidentales de fin de siglo, el sirimiri, metértela despacito pero doblada, no funcionaba. Las patadas a las puertas se daban sin contemplaciones y a la luz del día.

A los especuladores, los trepas, los caciques, una situación como aquella no les agradaba pero la consentían porque de lo contrario el casco viejo, la memoria de Jamerdana, a la que tanto debían, se convertiría en un panteón. Dentro de poco habría elecciones y eran los vecinos y los comerciantes los que presionaban para que permitieran respirar al barrio con nuestra presencia. No querían que el casco viejo terminara degenerando en un barrio chino.

Y es que todo allí no era tan bonito, también había yonkis, traficantes, prostitución, pobreza... De hecho no tenía por qué resultarme difícil encontrarme en sus calles con unos cuantos vagabundos a los que interrogar y comenzar a investigar aquel asunto del asesinato de Gloria.

Al primero que abordé fue a un viejo al que llamaban el Profeta. Llevaba el pelo y las barbas largas y de color blanco y buscaba algo en un cubo de basura. Desde luego si dios existía aquel era su vivo retrato.

-Hola, Profeta- le saludé, tocándole en un hombro suavemente.

Estaba de espaldas y se volvió sobresaltado. Me miró con unos ojillos asustados de color marrón, como una galleta flotando sobre un tazón de natillas.

-En el nombre de Yaveh, bendito seas- me bendijo cuando me reconoció y se le pasó el susto-. ¿Qué quieres, hermano?

-Mira, Profeta- titubeé. No sabía cómo abordar el tema y supongo que fui demasiado brusco-. ¿Tú sabes quién mató a Gloria?

El Profeta volvió a mirarme con sus ojos de natillas y sin mediar palabra echó a correr, despareciendo de mi vista.

A los dos o tres siguientes los traté con más sutileza, pero el resultado fue el mismo. En cuanto mencionaba a Gloria se cerraban en banda, se hacían los locos -más si cabía-...

Me encontraba a punto de arrojar la toalla cuando vi acercarse por la acera contraria a Pelusa, pateando una lata vacía y con su camiseta del Sporting Jamerdana. Pelusa era el hincha número uno del equipo de la ciudad, un personaje muy popular.


-Avanza por el centro del campo, hace un quiebro...- radiaba aquel partido que sólo acontecía en su imaginación.

-...chuta y ¡gooooooooooool!- gritó.

La lata cayó por una alcantarilla y Pelusa se arrodilló en el suelo mojado alzando los brazos.

Crucé la acera y me dirigí a él.

-Pelusa- le dije.

No me hizo caso. Me miraba pero no me hacía caso, continuaba berreando a pleno pulmón.

-¡Gooooooooooooooooooooooool!

Giré la cabeza en todas las direcciones y cuando comprobé que no me observaba nadie cerré el puño y lo coloqué a la altura de su boca.

-Pelusa, ¿qué valoración hace del partido?- le dije.

-Hemos jugado bien, triangulando- contestó, y otras gilipolleces por el estilo.

Le seguí el rollo unos minutos. Después, por fin, lo solté.

-Pelusa, usted seguramente conocía a Gloria, jugaba por esa banda -señalé un portal en el que ella dormía en algunas ocasiones-. ¿Cuáles cree que han sido las razones que han motivado su retirada?

-No hago declaraciones sobre eso- contestó muy serio, y entonces también intentó huir, como los demás, pero tras el ridículo que yo había hecho no me apetecía que desapareciera sin haberme contado nada.

-¿Dónde vas a dormir esta noche?- le pregunté, en tono amenazante.

Pelusa se detuvo de sopetón y me miró con expresión de perrito apaleado. Entonces fuiyo quien me volví y eché a andar en dirección contraria.

-Espera, espera.

-Qué.

-Bueno... yo...- balbuceó, y luego, aclarándose la garganta, dijo: -Ha habido más lesionados, más bajas, están el Fistro y la Cucurrucu. No puedo decir más. El fútbol es así.


Después esprintó y se alejó haciendo fintas, remates de cabeza... Pelusa no quería pensar que cualquier día le podía tocar a él.

Miré mi reloj. Las seis. Decidí volver a casa. Había quedado allí con Picio y Lorea para poner en común los resultados de nuestras respectivas indagaciones. Yo pensaba que, aunque muy a lo lejos, comenzaba a verse un hilo de luz.

lunes, 8 de diciembre de 2008

CAPÍTULO 6: LA VIDA NO SIGUE IGUAL




BSO: Soldadito español (El último ke zierre)



Joder, qué mal estaba... Me sentía como un cenicero con las puntas de las cigarrillos todavía encendidos retorciéndose contra las paredes del estómago, y montones de colillas debajo de la lengua, y atravesadas en la garganta, y los recuerdos de la noche anterior convertidos en cenizas: las docenas de bares que recorrí junto a Picio y Lorea -cada uno más oscuro, más sucio, con más olor a sobaco y kalimotxo que el anterior-, las aceras que se retorcían como gusanos, húmedas y excretando aquel barrillo negro de la lluvia, aquella sala con aquel grupo tan cojonudo, "El Ultimo Ke Zierre", y Lorea y yo de repente agarrados de la mano encima del escenario, arrojándonos a un cordón brazos que nos esperaba abajo, y luego los dos por los suelos, besándonos en un lecho de escupitajos, vasos de plástico, botas sucias, y después ya nada más...

Quizás había sido sólo un sueño. No. Algo en mi habitación alteraba la rutina de todos los mediodías, cuando me despertaba. Estaban allí, por los suelos, los fanzines, las carátulas de los discos, alguna que otra lata de cerveza vacía, pero también detecté algo diferente, un olor agradable, como a cuero.

Me revolví en la cama, miré hacia abajo y encontré un par de botas nuevas. De lo más guapas. Altas, con muchas hebillas y cordones, de ningún color en particular y de todos a la vez, rojo, verde, negro, mezclados y superpuestos como las pinturas en la paleta de un artista con Parkinson.

-¿Qué coño?- murmuré.

-¿A que molan?- oí una voz desde el baño.

Me dió un susto de muerte. Después comprendí que era Lorea, la vi salir vestida únicamente con una camiseta mía de "Extremoduro", que a ella, por cierto, le quedaba mucho mejor, con aquel gracioso pliegue en su culito respingón y las transparencias oscuras de los pezones. Desde luego aquello no era lo mismo de otras veces, de todos los mediodías, si bien no sabía hasta qué punto las cosas habían cambiado. Me hice una ligera idea cuando Lorea se sentó en la cama y me besó en los labios.

-Son para ti- dijo.

-¿Para mí, por qué?

-Para que empieces a patear las calles y a hacer preguntas.

-Preguntas sobre qué.

-Sobre Gloria.

Las cenizas de otros recuerdos se las podía llevar el viento, como si hubiesen sido en efecto sólo un sueño, pero aquello permanecía como una pesadilla.

-Yo voy a volver con Picio a Comisaría, a por las fotos- dijo Lorea, y comenzó a vestirse precipitada y entusiastamente. Yo no entendía que podía encontrar de excitante en una comisaría. Claro que también estaba el asunto de qué se sacaba en claro de las fotos. Lorea era del tipo de personas que inclinaban la balanza hacia el lado bueno de las cosas. A mí me sucedía al revés.

Tal vez por eso media hora después mientras ella se encontraría en el despacho del Comisario Pedernal yo engullía una "San Miguel" y uno de sus maravillosos fritos de pimiento en el bar de Beni y no sabía muy bien -ni me apetecía saberlo- qué hacer.

-Oye, Beni, ¿tú pagarías por poner una anuncio en una revista?

-En una revista como "Borraska" sí. Eso es lo que quieres decir ¿no?

Me reí. Beni era un tipo listo.

-¿Sabes a quién traigo a tocar esta semana al bar?- cambió de tema -Al Tiñoso.

-Coño, Picio se va a poner contento.

El Tiñoso era el cantante preferido de Picio, una especie de cantautor punk al que llamaban así por su parecido a un personaje de aquellos dibujos animados , "Erase una vez el hombre", con su nariz larguilucha, el pelo rojizo y puntiagudo y su manera de moverse, encorvado y a saltitos, como si en lugar de columna vertebral tuviese un muelle. El Tiñoso estaba internado en un manicomio del cual se fugaba cada dos por tres para tocar en los bares. En realidad era una especie de vagabundo, todo lo que ganaba en los bolos se lo gastaba en speed y tenía que dormir en los parques. Un tipo interesante.

-Me gustaría entrevistarle- dije.

-Eso está hecho- Beni me guiño un ojo, sacó otra birra y después pinchó una canción de "La Polla". Era una canción de amor.

Pensé en Lorea. Me gustaba. Era tierna y dura a la vez y transmitía vitalidad. Si yo continuaba allá sentado, bebiendo cerveza, no me la merecía.

-Me voy, Beni- dije, y señalé los botellines vacíos sobre la barra.

-Sí, tranquilo, tío, ya me pagarás cuando puedas.

Al salir intenté que no viera mis botas nuevas. Debían de haberle costado a Lorea diez o doce talegos.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Capítulo 5: EN COMISARÍA




BSO: En comisaría (Cicatriz)



Tuve que hacer de tripas corazón para llamar a la policía. No me gustaban los maderos. Cada vez que las noticias anunciaban que uno de ellos había volado por los aires no es que me alegrara, pero tampoco me daban pena. A algunos les hacían un favor.

Además ya cuando telefoneé supe que sería el Comisario Pedernal, que se encontraba al frente del distrito "Casco Viejo", quien se ocuparía del caso. Y también que inmediatamente nosotros pasaríamos a ser sus principales sospechosos.
Éramos viejos conocidos. Antes de publicar el fanzine yo coordinaba una radio libre en la que tenían cabida todos aquellos grupos que podían resultar molestos a un comisario de policía: antifascistas, antimilitaristas, antirracistas, feministas... Por eso se las ingenió para cerrarla. Sin embargo ahora tenía un cadáver entre las manos y no quedaba otro remedio que "colaborar" con él.

-¿Qué habéis hecho esta vez?- fue lo primero que dijo al llegar.

-No nos va a cargar el muerto, Pedernal- le advertí.

Afortunadamente había un montón de testigos, vecinos que también había salido a las escaleras, y desde luego estaban las fotos de Picio. Se lo expliqué todo. El ni se inmutó.

El Comisario Pedernal era un hombre de unos cincuenta años, de estatura media, con barriga y algo calvo. Era como cualquier hombre de cincuenta años; no había en su rostro una cicatriz, una mueca característica, nada, que lo singularizara. Tal vez sus ojos y eso porque tenían un color indefinido, como el agua sucia de un río. En ellos no se distinguía el fondo, los posos de una infancia feliz, o atormentada, los escombros de un viejo amor perdido...

Tampoco reaccionó de ninguna manera cuando examinó el cuerpo sin vida de Gloria. Llevaba veinte años desempeñando aquel trabajo y las atrocidades que veía casi a diario habían capado sus sentimientos. Un cadáver descosido por medio centenar de puñaladas, un cráneo hundido por una barra de hierro o un riachuelo de sangre seca serpenteando entre los muslos de una adolescente significaban para él lo mismo que un bollo de nata para un maestro pastelero. Al Comisario Pedernal su trabajo le había convertido en un saco de huesos y tendones, en un ordenador con caspa, y él ni siquiera se daba cuenta.

Pero no importaba. Si lo hiciera, si le importara, no podría suicidarse, de la misma manera que un maestro pastelero no se comería un bollo de nata al salir del trabajo.

El Comisario Pedernal era uno de aquellos maderos a los que le harían un favor volándolo por los aires.

-De todas maneras tendrán que acompañarme a Comisaría- dijo.

Aquello tampoco me hacía ninguna gracia, pero no quedaba otra opción.

Fue el propio Comisario Pedernal quien nos interrogó, en su despacho. Pensé que no habría, pues, malos tratos, pero eso no significaba nada. Como no significaban nada el crucifijo y la foto del rey que había en la pared, sobre la cabeza del Comisario. También en la anterior ocasión, cuando cerraron la radio, el crucifijo y la foto estaban allí y no impidieron que Pedernal no viera las moraduras de mi cara, ni el labio partido... Ahora debía estar pasando algo parecido. El estaba allí, hacía preguntas, pero no escuchaba nuestras respuestas.

-¿Cómo era el tipo, lo vieron?

-La cara, no -contestó Lorea.

-¿Y tú?- se dirigió a mí.

-Yo, fue solo un momento, no recuerdo.

-¿Y esas fotos?

-Bueno, igual hay algo- contestó Picio -Tengo que revelarlas.

-Lo haremos nosotros.

-Oiga, las fotos son mías.

-Estarán más seguras aquí.

-Gracias, hombre, pero...

-Mira, gordo- le interrumpió el Comisario -Esas fotos son una prueba policial, así que se quedan aquí.

-Oiga- Lorea se levantó indignada. Una de dos, o tenía un par de ovarios o no había pasado nunca por una comisaría. El caso es que el Comisario se disculpó.

-Lo siento- dijo -Pero no podemos permitir que se las lleve.

Llamó a un agente y requisaron las fotos de Picio. Después nos hizo alguna otra pregunta más y permitió que nos marcháramos. Había algo sospechoso en todo aquello.

-Bueno, por lo menos tenemos un reportaje para el próximo número- dijo Lorea, y lo dijo como si lleváramos juntos mucho tiempo.

Lo cierto era que parecían haber pasado años desde que salió por la puerta del baño, y también que una muerte unía mucho, sobre todo cuando a uno no le importaba estar tan unido. De todas maneras a mí en un momento como aquel nunca se me hubiera ocurrido pensar en hacer un reportaje.

-Un reportaje sin fotos- dijo Picio.

Estábamos en la puerta de la Comisaría. Todavía seguía lloviendo. Llevaba así casi una semana y yo no tenía dinero para unas botas nuevas.

-Mierda puta- me lamenté.

-¿A dónde vamos?- preguntó Lorea, y ninguno de nosotros contestó nada, pero entramos en el primer bar que encontramos. A emborracharnos. A la salud de Gloria