miércoles, 28 de enero de 2009

CAPÍTULO 18: EL BICHO


EL BICHO

BSO: Las fuerzas de seguridad (Vómito)



La estación de trenes de Jamerdana era sombría, gris, triste... Como todas las estaciones de trenes. Tierra de nadie, punto de partida o de llegada a ninguna parte. Abono perfecto para desarraigados, para los que vivían sin rumbo. Un buen lugar para mí.

Sobre los asientos de plástico, agujereados por cigarrillos, dormitaban borrachines, mendigos, viajeros despistados... También había algunos sentados en las mesas del bar, sin consumir nada, o bebiendo tetra-bricks de vino. A los camareros parecía no importarles. A los camareros parecía no importarles nada. El suelo estaba cubierto por grumos de serrín, servilletas arrugadas, palillos usados... Desde el baño llegaban tufaradas de agua sucia. Incluso tenían puesta una cinta de "El Fari".

Me senté en una banqueta frente a la barra. Nadie vino a atenderme, de manera que comencé a beber de mi propia botella. Cuando estuve lo suficientemente borracho llamé a uno de los camareros. Estaba solucionando un crucigrama.

-¿Qué quiere?- dijo, y lo dijo cómo si yo le hubiese hecho algo, violarle una hija o algo por el estilo.

-Tómese un trago, hombre- le invité, señalando la botella de güisqui.

-Mire, no me joda, no me apetece que me pegue un sidazo, o las ladillas del bigote ¿Qué coño quiere?

Un tipo sincero.

-Esta mañana han encontrado a un yonki tieso en el lavabo ¿verdad?- fuí al grano.

-¿Esta mañana?- el camarero arrugó el entrecejo y dudó un momento-. Sí, a las seis y diez, poco después de abrir. Es que aquí eso es el pan nuestro de cada día y uno ya no sabe- explicó.

Imaginé que no me iba a resultar de mucha ayuda.

-¿Recuerda si ese yonki ha hablado con alguien? ¿Lo ha visto entrar al baño?

-Usted no parece un madero.

-Gracias, soy periodista.

-Tampoco parece periodista.

-Gracias- repetí.

-Bueno, de todas maneras no le puedo ayudar. Yo a ese pollo no lo he visto vivo- concluyó, y continuó con su crucigrama.

Efectivamente no me había resultado de mucha ayuda.

Le pegué varios viajes más al güisqui. Me entraron ganas de mear, pero no me apetecía ir al baño y darme de narices con otra momia más. Decidí largarme.

-Hombre Felisín- escuché a mis espaldas, no obstante -Sabía que eras un tipo listo y que acabarías cayendo por aquí.

Era el Comisario Pedernal.

-Una pena lo del Tiñoso ¿verdad?- dijo

-Es usted un asesino.

Chasqueó dos veces la lengua

-El Tiñoso era un drogadicto. Todos los días mueren chicos como él. Es algo cotidiano.

-Casi lo mismo que los maderos que vuelan por los aires.

El Comisario Pedernal sonrió.
-Sí, Felisín, eres un tío listo. Demasiado listo.

-¿Qué quiere? hago unas preguntas sobre alguien, sobre su cuerpo, claro, porque es lo único que queda de ese alguien, y casi inmediatamente el cuerpo en cuestión es sólo humo. Es evidente que estais haciendo algo con esos fiambres- dije, dando palos de ciego, pero lo cierto es que le estrellé el bastón en los huevos.

-Nosotros no, no te equivoques. Nosotros protegemos la ley y el orden.

Los maderos carecían de la más mínima imaginación. Para ellos la ley y el orden siempre eran nombres y apellidos, los de aquellos que les daban de comer.

-La ley y el orden- dije, y procuré que aquellas dos palabras sonaran como dos manzanas podridas cayendo al cubo de la basura.

El Comisario Pedernal, por su parte, cogió mi botella y se la llevó a los labios.

-A la salud del Tiñoso- dijo, y una vez que hubo pegado un buen trago añadió: -Enfin, me están esperando.

Señaló a través del ventanal un 124 sucio de barro. En el asiento del conductor se sentaba el tipo de la tirita en el pómulo.

-Un último consejo, Felisín. Cuida tu salud- cabeceó en dirección a la botella. -No sea que te pase algo parecido a lo del Tiñoso.

Me quedé congelado. Fue sólo un momento. Después el Tiñoso, dentro de mi estómago, comenzó a horadar con las uñas aquella tumba de hielo.

-Gracias, pero va a ser difícil cuidar mi salud. Ya tengo el bicho- dije -Igual por eso me sangran últimamente tanto los labios- y yo también cabeceé en dirección a la botella.

Era mentira, una rabieta, pero el Comisario Pedernal debía saberlo: no me iba a rendir.

-No me voy a sentirme culpable- dije, pero ahora hablaba sólo para mí mismo.

Tal vez aquello también fuera mentira, sólo una rabieta.

viernes, 23 de enero de 2009

CAPíTULO 17: EL AMOR ES EL REVERSO DEL ODIO



BSO: Aitormena (Hertzainak)


-¿Te gusta?- preguntó Lorea enseñándome el comic-. A mi padre le haría mucha ilusión que lo publicáramos.

-¿Y por eso nos ha comprado el ordenador, y la cadena? Para publicar "Borraska" todo lo que me ha hecho falta hasta hoy ha sido una grapadora- dije, aunque también era cierto que su padre había comprado la botella de güisqui, tirada ahora medio vacía en el suelo. Por cierto, todo aquello de que el güisqui no dejaba resaca era una bola, de gruyere y rellena de gusanos, lo mismito que mi cabeza esa mañana.

-Piensas que soy una niña pija ¿verdad?- dijo Lorea, y sus dientes apretados me hicieron comprender que de algún modo algo comenzaba a resquebrajarse entre nosotros. Había pulsado la tecla prohibida. Siempre tenía que cagarla.

Pensé que la culpa la tenía el güisqui. Era mentira. El güisqui, la resaca, simplemente hicieron que no pensara lo que había dicho pero lo que había dicho era lo que pensaba.

-Lo siento- me disculpé.

Aquello también era mentira. El amor era una mierda. En el fondo lo mismo que el odio. Peor. Cuando dos personas que se amaban peleaban sentían mucha más necesidad de hacerse daño.

-Lo que pasó ayer me ha puesto de mala hostia- intenté excusarme.

-Claro- dijo Lorea, y el cuchillo se desprendió de sus dientes al dibujar una comprensiva sonrisa.

Le había contado nuestro encuentro con los caníbales y le había impresionado mucho. O al menos eso había dado a entender, porque ahora añadía:

-Espero que esta vez podamos ver las fotos de Picio.

Yo miré el comic de su padre. La verdad era que estaba muy bien. Ni siquiera pensaba que se pudiera follar en tantas posturas. Follar no era tan bueno, ni tan malo, como el amor pero desde luego tampoco era una mierda. Quizás sólo se tratara de eso lo que había visto en Lorea. Pensé que era un canalla, y también por qué tenía que pensar que era un canalla y por fin me tranquilicé pensando que no sería tan canalla si había pensado que era un canalla. El caso era que todas las chicas que veía en el comic se parecían a ella.

-Me gusta mucho, lo publicaremos- dije.

Lorea me besó en la boca. Ella debía sentir algo mejor por mí, porque estaba tumbado en el sofá-cama con aquel sabor a cloaca en la lengua, sucio, sin afeitar...

Era uno de aquellos días en que la cama es el útero de tu madre, te acoge y te da calor, te aísla del mundo y de los hombres y tú no deseas salir nunca de él. Quizás lo hubiera hecho, quedarme allí para siempre, si no hubiese escuchado en la radio aquella noticia:

-Sucesos: esta mañana ha sido encontrado en los servicios de la estación de trenes el cuerpo sin vida de M.C.B., conocido por el sobrenombre de "El Tiñoso", popular intérprete de música punk. Al parecer murió como consecuencia de una sobredosis.

El caballito blanco que había tragado sorbo a sorbo la noche anterior comenzó a cocearme el corazón.

-Creo que debería llamar a Picio- dijo Lorea.

-Sí, pero sé delicada- murmuré.

Salió de casa contando las monedas para la cabina del teléfono.

-Una sobredosis- pensé yo.

Una sobredosis quería decir siempre adulteración. Asesinato. Recordé lo que había dicho aquel tipo:

-Usted es como uno de esos detectives a los que empiezan a morírseles todos los que le rodean.

Pegué un brinco en la cama.

Antes de salir de casa introduje en el bolsillo de mi chupa la botella de güisqui. Una botella medio vacía era lo mismo que una botella medio llena. No es que descubriera América, pero así estaban las cosas.

lunes, 19 de enero de 2009

CAPÍTULO 16: UNA BOTELLA DE GÜISQUI ES EL MEJOR SOMNÍFERO



BSO: Solidarity (Angelic upstars)

"Felisín: la llave está debajo de la alfombrilla", estaba escrito en una nota pegada a la puerta. Cuando salí de casa esa mañana no había ni alfombrilla ni puerta.

No me costó demasiado abrir. Normalmente las cerraduras se me ponían chulas, pero aquella giró suave y silenciosamente.

Dentro encontré las habitaciones a oscuras. Sólo, en el salón, parpadeaban las luces verdes y rojas de una columna musical al compás de una canción lenta de los "Angelic upstars". Me acerqué a tientas y en el camino tropecé con un mueble. Era una mesa de ordenador. Tampoco cuando salí de casa esa mañana había ni columna musical ni ordenador.

Me pregunté de qué manera había conseguido todo aquello Lorea y por un momento la desprecié. Después me coloqué junto al sofá y miré cómo dormía. Parecía una niña. Sólo una niña hubiese dormido tranquila con aquella nota en la puerta.

Las cosas habían cambiado tanto en sólo tres días... Gracias a ella yo no continuaba sentado en el bar de Beni bebiendo una cerveza detrás de otra, pero tampoco estaba seguro de haberme levantado en la dirección correcta ¿Qué necesitaba yo para ser feliz?

Vi varias bolsas de comida en el suelo. Rebusqué entre ellas y encontré una botella de güisqui. La abrí y le pegué un lingotazo. De momento aquello seguía siendo lo único que me ayudaba a no sentirme demasiado infeliz. Algo no marchaba bien.

Bueno, aquel tampoco había sido un día como para pensar lo contrario.

Mucho me temía que me iba a resultar difícil dormir, así que cogí la botella y me senté junto a la cadena. Me gustaba aquella canción: "Solidarity". A veces un punk también tenía derecho a ponerse tierno.

viernes, 16 de enero de 2009

CAPÍTULO 15: ANÍBAL EL CANÍBAL VISITA LA MORGUE



BSO: La locura (Parabellum)


-Aquí es- dije, señalando la fachada del edificio.

Era gris y húmeda, con su piel agrietada y parcheada por carteles con fotos de políticos. Vota Jaime Ignacio. Vota PSOE... Un aspecto acorde a un lugar como aquel.

-Depósito de cadáveres- leyó Picio las letras de neón, y un escalofrío electrizó su cuerpo.

A mí la muerte no me asustaba. Por lo menos para eso era un buen punk. Había aprendido a convivir con ella desde pequeño, cuando descubrí que si me reía con mucho entusiasmo sentía un dolor terrible en la parte inferior del cráneo, como si me aplicaran garrote vil. Más tarde, cuando vi palmarla a uno de mis mejores amigos le perdí por completo el respeto.

Fue una tarde de invierno. Hacía frío y como no teníamos dinero para entrar a los bares nos habíamos refugiado en el porche de unas escuelas con una botella de güisqui chorada en un supermercado. Estaba oscuro y olía a meados. Fuera, en la calle, no había un alma y sólo se escuchaba el aire acerado ululando y en algún lugar los ladridos de un perro herido por los navajazos.

-Bueno, Felisín- dijo de repente mi colega-. Yo me muero ¿eh?- y eso fue exactamente lo que hizo, se desplomó sobre mi hombro con el corazón dinamitado por el alcohol, las pastillas y aquel muermo frío y desazonador.

La muerte era algo natural. No podía resultar demasiado diferente a vivir, a mirar hacia delante o hacia atrás y comprobar que no había nada. Otra cosa era convertirla en algo tan intrascendente, tan mundano, en una mercancía, como hacían aquellos tipos.

Alrededor del edificio pululaban una docena de encorbatados, teléfono móvil en mano. Pertenecían a las distintas funerarias de la ciudad y cada vez que alguien entraba o salía del edificio se arremolinaban en torno a él y le ofrecían las últimas novedades en ataúdes, coronas mortuorias... El más pesado, el menos escrupuloso con el dolor ajeno era el que se llevaba el gato al agua, aprovechando aquellos momentos de debilidad.

A nosotros, sin embargo, nos miraron por encima del hombro y nos ignoraron. Tan sólo uno de ellos, el de aspecto más desaliñado, se acercó.

-No encontrarán nada más barato que esto- dijo, y le alargó una tarjeta a Picio.

Yo miré de reojo a éste. Estaba enamorado de verdad. Todavía llevaba la camiseta del Tiñoso con manchas de tomate.

Entramos al edificio. Por dentro el aspecto era tan coherente con su función como por fuera. Pasillos desnudos con paredes que transpiraban un penetrante olor a desinfectante y un silencio sepulcral. Al final de uno de ellos se veía a un funcionario apoyado en un mostrador y sobre él un reloj detenido en las seis y diez. Una buena hora para morir. Nos dirigimos a él. Mientras lo hacíamos yo iba abrillantando la moto que intentaría venderle.

En realidad eran ya casi las diez de la noche. Habíamos consumido inútilmente el día intentando que alguien nos proporcionase algún dato sobre el Fistro o la Cucurrucu, pero nadie conocía su verdadera identidad y su aspecto variaba por completo si era uno u otro vagabundo el que lo describía. Lorea nos acompañó hasta media tarde. Aquellas miradas alunadas y brumosas, aquellos mundos desgajados como mandarinas destripadas de los sin techo le resultaron divertidas al principio, pero decidió hacer algo más práctico y se retiró "para ocuparme de la logística, que es lo mío" cuando vio que no avanzábamos en la investigación. Lo único que habíamos sacado en claro era que al Fistro y la Cucurrucu nadie los había visto desde hacía tiempo y que era poco probable que les hubiese tocado la lotería. Quizás en el depósito de cadáveres nos podían dar alguna pista.

-¿Qué quieren?- dijo el tipo del mostrador.
Era un maleducado. Ni siquiera nos miró, ni dejó de rascarse su barba cerrada y oscura, como las de los dibujos animados, de la que se desprendía una nevadita de células muertas.

-Lleva usted la bragueta abierta- le hice saber además, y reaccionó inmediatamente. Aquello nos proporcionaba cierta ventaja. La necesitábamos.

-Vera usted- comencé-. Llevo un tiempo fuera de Jamerdana, desde que me dieron el alta. Ahora que me encuentro un poco mejor he decidido volver a ver a mis antiguos compañeros del manicomio- a mi derecha oí como a Picio se le escapaba una pedorreta por la nariz-, pero me encuentro con que han muerto. Ellos no tenían familiares, sus compañeros del manicomio éramos lo único que les quedaba en el mundo, así que no me gustaría irme sin echarles un último vistazo ¿comprende?

El funcionario asintió con la cabeza pero en realidad me pareció que no, que no comprendía nada. Tampoco yo estaba muy seguro. Afortunadamente fue Picio quien salvó la situación con su risa, que al principio era como un gorrioncito atrapado en sus pulmones pero que después alzaba el vuelo fracturándole con las alas la garganta y que finalmente salía trinando alegre y escandalosamente, recorriendo aquellos pasillos contra cuyas paredes sólo se habían estrellado pájaros muertos y de mal agüero.

El hombre tragó saliva.

-Tranquilo, es otro compañero del manicomio. A veces le dan ataques- dije, y Picio comenzó a propinarse palmadas en la tripa, y sacó la lengua, babeó...

-Está bien, normalmente sólo pueden identificar los cadáveres familiares, o en su defecto, como es el caso, es obligatoria la presencia de la policía, pero si su compañero va a quedarse más tranquilo puedo intentar ayudarles. Vamos a ver ¿cómo se llaman sus amigos?

-El Fistro y la Cucurrucu- dije, y me sentí ridículo.

-Pero eso... son apodos. Con esos datos yo...

-Es que en el manicomio nos conocemos sólo por los motes. A mi compañero, por ejemplo, le llaman Aníbal, Aníbal el caníbal.

Picio se había arrojado al suelo y culebreaba por él.

Parecía un enorme pastel de gelatina adornado con los filamentos amarillos de saliva, como rayaduras de limón, que le borbotoneaban en la boca.

El funcionario le miraba aterrorizado, con unos ojos como sartenes.

-Está bien, veré que puedo hacer- dijo.

Se dirigió a una puerta que se encontraba a sus espaldas con el rótulo "Frigorífico". Yo le seguí y pegué mi nariz a una ventanita que había en el centro. Vi varios nichos metálicos que se amontonaban en columnas. Durante unos segundos el hombre pareció vacilar, después pegó un estirón a una de las asas de hierro y entre un vapor blanquecino asomó un pie desnudo, con una etiqueta anudada al dedo gordo. Leyó lo que había escrito en ella, torció la boca y cerró bruscamente.

-Lo siento- dijo al regresar-. Sólo tenemos un cuerpo que no ha sido reclamado, una tal Gloria.

-¿Gloria?-pregunté sorprendido-. Qué casualidad. Una mujer de unos sesenta años ¿verdad? Sí, es cierto, también me han dicho que había fallecido. Yo con ella tenía menos relación, pero en fin, tampoco me importaría despedirme, y así es como si lo hiciera del Fistro y la Cucurrucu a la vez ¿no cree?

-Sí, claro, pero en este caso sí que es imposible; está bajo sumario, pendiente de autopsia- me hizo saber.

Entretanto Picio, en el suelo, había dejado de hacer el ganso. Quizás fue eso lo que animó al hombre a bromear.

-Oiga, no se enfade, pero no me gustaría ser amigo suyo. Usted es como uno de esos detectives de la tele y las novelas a los que empiezan a morírsele todos los que le rodean- dijo, riéndose nerviosamente.

El tipo era un gusano, un lameculos, y además tenía el don de la inoportunidad, pero el caso es que yo también había pensado aquello en alguna ocasión, así que secundé sus risas. Además un relajamiento de la situación podía ayudarme.

-¿Puedo hacerle una pregunta?

-Claro, adelante

-¿Qué sucede con ese tipo de muertos, los que no son reclamados, o identificados?

-Bueno, permanecen en depósito un tiempo prudencial, por si aparece alguien que se hace cargo. Después normalmente la policía archiva el caso y nos deshacemos de ellos. Es cuestión de espacio e higiene.

-Así que el Fistro y la Cucurrucu pudieron perfectamente haber pasado por aquí.

-Perfectamente.

-Gracias, es lo que quería saber- dije, pero lo dije por decir, en realidad estaba seguro de que dejaba algún cabo sin atar.

Ayudé a Picio a levantarse y nos despedimos. Picio lo hizo colocando su cara a sólo unos milímetros de la del tipo y relamiéndose lentamente, al tiempo que emitía un gruñido. El gusano volvió a tragar saliva.

Salimos. En la calle se había levantado un viento desagradable y hasta los mercaderes de la muerte se habían retirado a contar las monedas.

-¿Qué hacemos?- preguntó Picio.

Yo sentía que en mi cabeza los pensamientos bullían desordenadamente, como un puchero de pisto. Encendí un cigarrillo y le contesté que me apetecía pasear.

-¿No te habrás tomado demasiado el papel de majara?- dijo, pero se subió el cuello de la gabardina de cuero y echó a andar a mi lado.

-Vamos a ver, Aníbal ¿qué tenemos?- reflexioné en voz alta, y vi cómo aquel viento arrebataba apenas salían de mi boca el vaho de mi aliento y el humo del cigarrillo. Pensando que eso me limpiaría por dentro, que aclararía mis confusas ideas, inspiré profundamente, pero mis pulmones se llenaron de un aire viciado, un olor a quemado semejante al que la noche anterior había empañado las ventanas de mi nariz.

-Un frío del copón- contestó Picio.

-No, tenemos tres muertos, que pueden ser más, porque son muertos a los que nadie echa en falta, ni siquiera la pasma. ¿Por qué los asesinan? No son crímenes fascistas. Un crimen fascista busca alarma social. Entonces la pregunta es: ¿por qué los asesinan pero en realidad quieren que nadie sepa que los han asesinado, ni siquiera que han existido?
Me costaba creer que nadie al que llamaran Fistro, o Cucurrucu, o que una viejecita tarada como Gloria pudiesen saber algo que amenazase el "status quo" de tal manera que la policía hiciera la vista gorda o incluso fuese ella misma la que los eliminase.

-En definitiva, la respuesta es que esos vagabundos tienen más valor muertos que vivos- concluí, y aunque sabía que esa frase todavía no significaba nada intuía a la vez que era la solución a todo aquel lío. Por eso me molestó que Picio no me estuviese haciendo caso cuando la pronuncié.

Habíamos rodeado por completo el edificio. Tras él se extendía un descampado oscuro y embarrado. Una cuesta de cemento lo unía con el depósito, con una puerta trasera, y desde el pequeño porche que cubría ésta asomaba de vez en cuando una retorcida y ambarina lengua de fuego, iluminando el lodo endurecido y plateado por el frío de la noche y en el cielo los jirones oscuros de humo que escupía una chimenea. El olor a chamusquina provenía de ella y allí resultaba especialmente intenso.

Picio se había adelantado unos metros y sacaba fotos a quienes se calentaban al calor de la hoguera en el porche.

-Felisín, ven- susurró, y me hizo gestos para que me acercara sigilosamente.

Alrededor de un tonel metálico en el que ardían periódicos viejos y bolsas de basura varios vagabundos sostenían sobre el fuego, pinchados en palos de madera, trozos de carne. Eran media docena, todos hombres y su aspecto resultaba salvaje y a la vez repulsivo. Incluso entre los vagabundos había clases y aquellos constituían la más ínfima. Pieles ennegrecidas por la roña, los cardenales, los sabañones, las marañas de venitas palpitando vino peleón...; dientes amarillos, marrones, como el teclado de un piano viejo arrojado a un vertedero; manos trémulas aguijoneadas por chutonas de cuarta mano; cuerpos escuchimizados, mal alimentados, con enormes barrigas rellenas de aire, de espuma de cerveza, de sangre...; mentes enloquecidas, mareas negras de neuronas, pobladas por tupidas selvas grises de plantas muertas... ratas salidas de las cloacas, de lo más profundo de las barriadas chabolistas del sur de Jamerdana, allá donde no llegaban las luces de la ciudad, ni las miradas de sus habitantes, ni siquiera las de sus verdugos, la policía, que no necesitaba entrar a sus agujeros, sólo esperar a que el hambre, el aburrimiento, la locura, los hiciera salir y activar la trampa fatal.

Aquello, en definitiva, fue como asomarse al infierno. Incluso había uno de los vagabundos que parecía la encarnación del mismo diablo, un enano con el pelo revuelto (llevaba dos mechoncitos sujetos con un par de horquillas a cada lado de la cabeza, como cuernecitos), la cara de color rojo y que no paraba de eructar. Nosotros nos encontrábamos a unos veinte metros pero incluso hasta allí llegaban las vaharadas mefíticas de su aliento, hediendo a ajo, a colillas recogidas en las aceras, a lefa corrompida... No pude evitar imaginármelo chupándosela a un sifilítico, lamiéndole los chancros purulentos, y tal vez por eso no tuve que vomitar cuando se llevó el trozo de carne que calentaba en el fuego a la boca y comprobé que se trataba de ¡UNA PANTORRILLA HUMANA! Sólo sentí cómo me roían los pezones el horror de los instintos humanos más crueles, el hombre devorando al hombre, aquella maldita ciudad, en la que te podías columpiar del infierno al cielo sin notar la diferencia, aquel demonio chuperreteando una tibia y los empleados de las funerarias encargando por el teléfono móvil una lápida de mármol... ¿Quiénes eran los verdaderos carroñeros?

Picio tampoco echó la pela. Escondió sus sentimientos detrás de la cámara, disparando una y otra vez. Lo malo fue que los destellos de su flash terminaron por llamar la atención de los vagabundos.

-¿Quién anda ahí?- gritó el enano, con una voz que se hizo camino entre un enjambre de flemas

-Somos... somos de una revista- la mía sin embargo caracoleó quebrada por el miedo. La muerte no me asustaba pero sí el dolor, y uno de aquellos tipos había roto una botella y la empuñaba amenazador-. ¿Podemos hacer unas preguntas?
Éramos todo unos profesionales.

-¿Qué?- gruñó desconfiado.

-¿Qué es eso... eso que comen? Huele muy mal- grité.

Poco a poco íbamos retrocediendo, aumentando aquella distancia de veinte metros y yo me veía obligado a alzar la voz. No resultaba fácil, porque la saliva se me acartonaba en la garganta y mis palabras sonaban raras, un poco ridículas.

-Lo que huele es la chimenea- el demonio también tenía que gritar, así que salió del porche-. Están quemando otro muerto.

Me detuve un momento. Aquel era el cabo que me había dejado sin atar en la conversación con el funcionario del depósito. Los cuerpos los hacían desaparecer incinerándolos.

-Y entonces ¿eso?- señalé el hueso que sostenía en la mano.

-¿Esto?- el enano se rió.

Agitó la tibia como si de un trofeo se tratara. Picio, a mi lado, no aguantó más y echó a correr. Si yo pesara 130 kilos haría ya mucho que habría hecho lo mismo.

-A veces al follamuertas se le descuida un pedazo de fiambre y nosotros estamos al loro.

Un coro de carcajadas tuberculosas respaldó las palabras del enano.

-¿No le apetece un poquito?- dijo, sin dejar de avanzar hacia mí, y yo ya no podía retroceder, la sordidez, el crimen, me hipnotizaban, yo dejaba que fuera así, los demás siempre habían intentado que resultara de otra manera, la escuela, el trabajo, el camino recto... Directo al agujero, de todas maneras. Quizás aquel antropófago de noventa centímetros pudiera ofrecerme algo mejor. Quizás no. Cuando llegó junto a mí, miré hacia abajo y vi sus dos cuernecitos coronándole la cabezota por fin pude echar a correr. En las horquillas que sostenían aquellos dos mechoncitos aparecía dibujada la imagen del Pato Lucas.

domingo, 11 de enero de 2009

CAPÍTULO 14: MILLONES DE POLICÍAS MUERTOS*



BSO Mata a tu viejo (Manolo Kabezabolo)


Picio volvió apenas unos minutos antes de la hora prevista para la actuación. Estábamos en el almacén, tratando de recuperar al Tiñoso. Llevaba un pedo como una catedral y hacía casi una hora se había quedado frito.

-Aquí está. Lo he cogido de la bajera del grupo de unos coleguis- dijo Picio, mostrándonos un estuche negro y alargado.

-¿Qué os parece?

-Muy bonito, pero eso es un bajo- aclaró Lorea.

Tenía razón.

-Bah, éste no se va a dar cuenta.

También Picio tenía razón.

-Eso si puede salir a tocar- dijo Beni, bastante nervioso.

Fuera se escuchaban los eructos de una multitud de punks con la barriga llena de cerveza.

Lorea propinó un par de suaves cachetes en las mejillas del Tiñoso. Ni se inmutó. Picio lo agarró por los hombros y zarandeó su cuerpo. Tampoco.

-Trae unos de esos fritos de pimiento- le dije a Beni.

-No me jodas, Felisín.

-¡Tráelo!- grité.

Beni me obedeció. Yo no solía enfadarme muy a menudo.

Coloqué el plato bajo la nariz del Tiñoso. Esta se arrugó un par de veces, tragó saliva y poco a poco sus párpados fueron separándose. Cuando por fin vio el frito pegó un brinco.

Después de todo quizás lo que me había dicho Lorea era cierto, yo era un buen observador y había sido el único que me había dado cuenta de que en el bocata que el Tiñoso zampaba en la acera se había ahorrado el relleno para reventarse la nariz.

-Es la hora del concierto, Tiñoso- le hizo saber Beni-.¿Qué tal estás?

El Tiñoso me arrebató el frito, se lo llevó a la boca y tras engullirlo, escupiendo migajas, contestó:

-De puta madre ¿Por dónde es?

Beni le colgó el bajo y lo acompañó al escenario. En efecto, no se dio cuenta de nada. Fue también Beni quien tuvo que enchufar los cables, y apenas lo hubo hecho el Tiñoso comenzó a rasgar las cuerdas y a berrear sus canciones.


Vaya noche que he pasado
hoy sí que he sido feliz
he tenido un sueño que era una pasada
he tenido un sueño que era una gozada
ha sido una lástima que sólo fuera un sueño
había por la calle
millones de policías muertos
sí, si, millones de policías muertos


La verdad era que se trataba de todo un espectáculo. El Tiñoso parecía un endemoniado, saltando de un lado a otro del escenario. A veces tropezaba con el cable del bajo o el micrófono y se pegaba un sopapo de impresión. Otras se olvidaba de la letra y la interrumpía bruscamente, o tarareaba lo primero que se le venía a la cabeza... Y el público se encontraba tan poseído como él, pegaba brincos, bailaba pogo, escupía al artista... Era el propio Tiñoso quien les provocaba. En la conversación-entrevista con Picio había confesado que tras cada actuación siempre conseguía recoger del escenario unas cuantas monedas y algún mechero.

-Vamos fuera- propuso Lorea.

En el bar apenas cabía un alfiler y cada vez que entraba alguien una marea humana avanzaba y retrocedía como una ola. Yo detestaba las multitudes. Uno tenía que encontrarse feliz o triste obligatoriamente. A la vez, sin embargo, me gustaba aquel olor a sudor, a cerveza derramada, a "Ducados" y marihuana. Me recordaba los viejos tiempos, la adolescencia, cuando la soledad era una cuchilla de afeitar sobre la repisa del lavabo y uno necesitaba contacto, calor humano, pero también tenía que hacerse el duro, así que lo único que quedaban eran los empujones en los conciertos, las peleas...

Las contradicciones me mantenían vivo y además la cuchilla de afeitar continuaba sobre la repisa y porque uno se olvidara de ella de vez en cuando o hubiese aprendido a acostumbrarse a su presencia no significaba que dejara de estar afilada.

Me sumergí, pues, en el gentío, bailé, bebí, me divertí... Me sentí bien. Todo lo bien que puede sentirse un viejo de treinta años. Cuando ya no pude más decidí retirarme a la barra a fumar un cigarro tranquilo.

El tipo junto al cual me coloqué me dio fuego. La llama de su mechero se elevó casi quince centímetros, así que tuve que echarme hacia atrás, y en el insignificante momento en que cerré los ojos volvió a mí aquella imagen, en las escaleras, cuando Picio disparó su flash y pude ver la cara al asesino de Gloria, la misma cara que tenía ahora frente a mí, con aquella tirita cruzándole el pómulo derecho. Consciente de ello braceé un par de veces en el aire, a ciegas, y el tipo debió aprovechar ese momento de desconcierto para escapar, porque al volver a entornar los ojos ya no estaba allí.

Me abrí paso como pude hasta la puerta, salí a la calle, miré en todas las direcciones, pregunté a los chavales que había sentados en la acera... Todo en vano. Había desaparecido.

-Mierda puta- maldije.

A mis espaldas se escuchaba al público corear un nuevo tema del Tiñoso.

"Si te quieres divertir
ven conmigo y ya verás
tengo un juego para tí
y sé que te va a gustar
se trata ni más ni menos
que de matar a tu papá."


Pero a mí ya no me apetecía entrar. Apreté los puños y alcé la cabeza para volver a maldecir. Las farolas escupían haces de luz en los que se recortaban gotitas de lluvia. Cerré los ojos y dejé que me refrescaran la cara. Era una sensación reconfortante, pero no conseguía aliviar el olor a chamusquina de los pelos de mi nariz.

*Millones de policías muertos y Mata a tu viejo, son canciones de Manolo Kabezabolo, al que El Tiñoso se parece sospechosamente.

jueves, 8 de enero de 2009

CAPÍTULO 13: UN CHARCO DE POTAS



BSO: Meditación de El pelos en su paja matutina (La banda trapera del río)



El Tiñoso no cantaba bien, ni sabía tocar la guitarra, ni siquiera tenía grabada una triste maqueta y, sin embargo, a través del boca a boca, sus seguidores crecían día a día.

Si yo era un perdedor El Tiñoso era una superviviente. No habían podido con él ni la heroína, ni el manicomio, ni los cientos de broncas... El Tiñoso era el PUNK. Por ejemplo para conseguir llegar a Jamerdana, agenciarse unos gramos de speed, una litrona de kalimotxo y un bocadillo tuvo que vender su guitarra. Pensaba presentarse en el bar de Beni y cantar sus temas "a capella".

-Para el caso...-decía-. Y además si hay bronca mucho mejor, más ambiente. Y más leyenda.

Nos lo encontramos tirado en una acera, dando buena cuenta de su bocata y su botella. Eran las seis de la tarde. Habíamos dormido hasta las tres, después comimos unos platos combinados -pagó Lorea- y tras localizar a Picio nos dirigíamos precisamente hacia el bar de Beni, a entrevistar al Tiñoso. Eso y verlo tocar era todo lo que pensábamos hacer aquel día.

-Total la entrevista y el reportaje sobre Gloria ocupan el mismo número de páginas en la revista. Podemos esperar hasta mañana para seguir investigando- dijo Lorea.

Yo pensé que tal vez Pelusa, o el Profeta, no pensaban lo mismo. Confié en que esa noche no ocurriera nada.

Fue Picio quien reconoció al Tiñoso.

-¡Es él, es él!- gritaba, y, apartando los faldones de su gabardina de cuero, le mostraba la camiseta con su foto.

-¿De dónde la has sacado?- preguntó.

Su voz sonó resquebrajada por el tabaco y el vino.

-Qué.

Levantó con dificultad un brazo, señaló hacia un lugar indefinido y luego lo dejó caer muerto.
Yo me acordé de "Los Pilindrajos".

-La camiseta esa- dijo el Tiñoso.

-No sé, la compré por correo, creo.

-Es la primera vez que la veo. Por cierto, tengo una mancha de tomate en la nariz.

Era una extraña muestra de coquetería, si teníamos en cuenta que el cuero de sus botas estaba salpicado de espumarajos -unos metros más allá, en un portal, había un charco de potas-, los pantalones vaqueros presentaban dos corronchos húmedos a la altura de las rodillas y que en alguno de los lingotazos a la litrona había derramado kalimotxo por su camiseta de "La banda Trapera del Río".

-Si, es pizza- dijo Picio -Es que no he podido ir a casa a cambiarme. Esta noche he follado, tío.

-Follar, ¿qué es eso?- el Tiñoso se rió, je, je, y era cierto, lo hacía con la misma malicia que aquel personaje de los dibujos animados

Picio y el Tiñoso continuaron hablando, intercambiando frases chabacanas y absurdas. Se entendían. Yo decidí que no iba a ser necesario hacerle la entrevista, por lo menos una entrevista convencional. Puse en marcha la grabadora y bastó con permitir que se registrara aquella conversación.
En un momento dado por una fosa nasal del Tiñoso asomó un gusano sanguinolento. El no se dió cuenta, pero lo malo fue que tampoco lo hizo Picio. ¿Qué clase de fotógrafo era? Bueno, yo tampoco podía hablar mucho. Era él quien estaba haciendo mi trabajo.

-¿Te importa que te saquemos unas fotos? pregunté.

El mundo al revés.

-¿Para qué? ¿Para chorizarme otra camiseta?

-Somos del fanzine "Borraska"- le expliqué.

-Coño, sois los de "Borraska". El Beni ya me avisó que queríais hacerme una entrevista. Pues claro, colega, dispara- dijo.

Me sentí orgulloso. Siempre lo hacía cuando reconocían mi revista como algo "legal". Me pregunté una vez más si en realidad sería buena idea introducir publicidad. Entretanto Picio había comenzado a sacar fotos. Fue mientras lo hacía cuando el Tiñoso nos contó lo de la guitarra.

-Pues con eso hay que hacer algo- dijo Picio.

Por nada del mundo quería perderse a su artista favorito en vivo -la única manera que había de escuchar sus canciones, por otra parte-

-Vamos a ver ¿Beni te ha pagado ya?

-No, no sé donde está su puto bar

Nos reimos.

-Bueno, pues entonces seguro que no le importa apoquinar por adelantado y todo arreglado- sugirió Picio después.

El Tiñoso dijo que era una tontería. Dentro de dos días tenía que tocar en el gaztetxe de Iruñea y si se gastaba las pelas del bolo en la guitarra estaba otra vez en las mismas, sin dinero para el billete, para comer ni para drogarse.

Picio se rascó la barbilla durante unos segundos, hasta que se le iluminó la bombilla.

-Ya lo tengo- dió un gracioso saltito, golpeando en el aire un tacón contra el otro.

-Esperadme ahí dentro- dijo, y echó a correr.

El lugar que había señalado era el bar de Beni. Estaba en la acera de enfrente.

jueves, 1 de enero de 2009

CAPÍTULO 12: ONÁN DERRAMANDO EN TIERRA


BSO: My way (Sid Vicious)


La luz de las farolas se filtraba a través de aquellas vidrieras de colorines y llegaba a nuestras pieles desnudas fragmentada en diferentes tonos, verdes, ámbares, añiles...

Estábamos tumbados en el sofá-cama boca arriba, uno frente al otro, con las piernas enredadas y los sexos lánguidos pegados, fumando cigarrillos, viendo brillar las brasas en la oscuridad y cómo las volutas de humo caracoleaban hacia el techo.

-Hay que gente que folla sólo para disfrutar de este momento- dijo Lorea.

-Será que esa gente o folla mucho o fuma poco.

Yo me sentía como un adolescente recién desvirgado. En cierta manera había sido así. La mayoría de las relaciones sexuales que había tenido en mi vida habían sido muy punkis. Siempre me encontraba tan borracho que extraviaba los recuerdos, como la noche anterior, y si no los besos con lengua sólo conseguían hacerme vomitar.

Por eso me había sentido tan nervioso mientras caminábamos hacia el nuevo piso, con aquella erección húmeda y dolorosa entre las piernas. Después, una vez allí, a Lorea le fascinaron de tal modo los crucifijos, las vidrieras, que comenzó a revolver en todas las habitaciones hasta que encontró un látigo, apareció haciéndolo restallar en ropa interior y a mí ya no me dio tiempo a pensar si estaba nervioso o no.

"Quieres decir que te la follas", había dicho su padre. Me gustaría que hubiese podido verla allá, cabalgando sobre mis ingles y golpeando el suelo con aquella verga hasta conseguir que la mía trepara como una enredadera por su médula espinal.

Ahora, tumbada frente a mí parecía más tranquila.

-¿Y eso qué es?- señaló otra de las escenas bíblicas en una vidriera.

Me había interrogado sobre ellas a lo largo de toda la noche y yo había conseguido explicarle casi todas.

-Es Onán, castigado por derramar en tierra- dije, aunque no estaba muy seguro.

En la cristalera aparecía un tipo de barbas con una serpiente devorándole allá por donde más había pecado -supuse-.

-Uno que se la meneaba.

-Tú eres un punki muy raro- dijo Lorea.

-¿Por qué?

-Eres fino... sabes todas esas cosas... Cualquier otro habría roto esas ventanas y hubiese pegado un poster de “Sid Vicious”.

-Es que yo soy un perdedor. Un punki de verdad no llega a los treinta años.

-Tú no eres un perdedor. Has llegado a los treinta porque tienes un don, eres un buen observador, escribes bien, y sabes que sería injusto echarlo a perder.

-Chorradas.

-Yo te admiro, Felisín. Mi padre dice siempre que tengo que madurar, que tengo que madurar, pero no sé cómo. Yo no tengo ningún don. Ahora ando con este rollo de los ordenadores, pero antes fue el teatro, la poesía... Bah, al final siempre acaba yéndose todo a la mierda. Mi padre dice que eso porque no sé encajar las críticas.

-¿Siempre dices mi padre dice?- la interrumpí.

Lorenzo Peruchena, el padre de Lorea, me había intrigado. Hasta entonces nunca había conocido ningún padre de mis colegas que esnifara farlopa. Ni tampoco ninguno que viviera en un chalet de lujo.

-Es verdad- Lorea contestó con una risita nerviosa-. Creo que tengo un complejo de Electra del copón- estiró el brazo hasta el paquete de cigarrillos, sacó uno y lo encendió con la colilla del anterior.

-¿Sabes? Es dibujante. Hace unas historietas de folleteo muy buenas. Igual podrías meter una en el nuevo número de "Borraska".

Me pregunté como un dibujante que publicaba historietas en fanzines como "Borraska" podía permitirse un chalet de lujo, y una asistenta, y pagar dos fianzas- dos "mordidas" en realidad, porque ni Picio ni Lorea habían pasado ante el juez- pero no quise hurgar en la herida.

-Por cierto, todavía no hemos hablado de lo de Gloria.

-Es verdad, empieza tú.

-Yo creo que no es un caso aislado. Los vagabundos tienen miedo, no quieren dormir en la calle, y por lo menos hay dos desparecidos, un tal Fistro y una tal Cucurrucu. Por otra parte del asesino de Gloria lo único que sabemos es que ella consiguió herirle en la cara y debe tener una buena marca.

-Eso y que la policía está protegiéndole. Por eso han hecho desaparecer las fotos de Picio.

-Y a mí me han amenazado- le recordé, pero ella pareció no oírme.

-Ahora hay que buscar a esos dos vagabundos, en la morgue, los cementerios, donde sea- las perspectivas le excitaban y se removió inquieta en el sofá.

Yo también me excité.

-¿Qué te pasa por ahí abajo?- preguntó

-Se ha despertado, debo de ser algo necrófilo.

-O igual te apetece otro cigarrillo- dijo ella, deslizando la mano entre mis piernas y cogiéndome la polla con ella.

-Cuéntame esa- dijo.

Señaló con la cabeza otra de las vidrieras. En ella aparecía una mujer desnuda tratando de esconderse tras un árbol.

-Es la casta Susana. Estaba como un tren y dos viejos la espiaban cuando se bañaba- comencé, y mientras hablaba Lorea retorcía su cuerpo, y las luces de colores de las cristaleras dibujaban ondas sobre su piel... Lorea era como una gominola enorme de esas con sabor a coca-cola y manzana.

Agarré el dedo gordo de su pie y lo introduje en mi boca. Era la forma más dulce de terminar un día tan agitado como aquel