viernes, 16 de enero de 2009

CAPÍTULO 15: ANÍBAL EL CANÍBAL VISITA LA MORGUE



BSO: La locura (Parabellum)


-Aquí es- dije, señalando la fachada del edificio.

Era gris y húmeda, con su piel agrietada y parcheada por carteles con fotos de políticos. Vota Jaime Ignacio. Vota PSOE... Un aspecto acorde a un lugar como aquel.

-Depósito de cadáveres- leyó Picio las letras de neón, y un escalofrío electrizó su cuerpo.

A mí la muerte no me asustaba. Por lo menos para eso era un buen punk. Había aprendido a convivir con ella desde pequeño, cuando descubrí que si me reía con mucho entusiasmo sentía un dolor terrible en la parte inferior del cráneo, como si me aplicaran garrote vil. Más tarde, cuando vi palmarla a uno de mis mejores amigos le perdí por completo el respeto.

Fue una tarde de invierno. Hacía frío y como no teníamos dinero para entrar a los bares nos habíamos refugiado en el porche de unas escuelas con una botella de güisqui chorada en un supermercado. Estaba oscuro y olía a meados. Fuera, en la calle, no había un alma y sólo se escuchaba el aire acerado ululando y en algún lugar los ladridos de un perro herido por los navajazos.

-Bueno, Felisín- dijo de repente mi colega-. Yo me muero ¿eh?- y eso fue exactamente lo que hizo, se desplomó sobre mi hombro con el corazón dinamitado por el alcohol, las pastillas y aquel muermo frío y desazonador.

La muerte era algo natural. No podía resultar demasiado diferente a vivir, a mirar hacia delante o hacia atrás y comprobar que no había nada. Otra cosa era convertirla en algo tan intrascendente, tan mundano, en una mercancía, como hacían aquellos tipos.

Alrededor del edificio pululaban una docena de encorbatados, teléfono móvil en mano. Pertenecían a las distintas funerarias de la ciudad y cada vez que alguien entraba o salía del edificio se arremolinaban en torno a él y le ofrecían las últimas novedades en ataúdes, coronas mortuorias... El más pesado, el menos escrupuloso con el dolor ajeno era el que se llevaba el gato al agua, aprovechando aquellos momentos de debilidad.

A nosotros, sin embargo, nos miraron por encima del hombro y nos ignoraron. Tan sólo uno de ellos, el de aspecto más desaliñado, se acercó.

-No encontrarán nada más barato que esto- dijo, y le alargó una tarjeta a Picio.

Yo miré de reojo a éste. Estaba enamorado de verdad. Todavía llevaba la camiseta del Tiñoso con manchas de tomate.

Entramos al edificio. Por dentro el aspecto era tan coherente con su función como por fuera. Pasillos desnudos con paredes que transpiraban un penetrante olor a desinfectante y un silencio sepulcral. Al final de uno de ellos se veía a un funcionario apoyado en un mostrador y sobre él un reloj detenido en las seis y diez. Una buena hora para morir. Nos dirigimos a él. Mientras lo hacíamos yo iba abrillantando la moto que intentaría venderle.

En realidad eran ya casi las diez de la noche. Habíamos consumido inútilmente el día intentando que alguien nos proporcionase algún dato sobre el Fistro o la Cucurrucu, pero nadie conocía su verdadera identidad y su aspecto variaba por completo si era uno u otro vagabundo el que lo describía. Lorea nos acompañó hasta media tarde. Aquellas miradas alunadas y brumosas, aquellos mundos desgajados como mandarinas destripadas de los sin techo le resultaron divertidas al principio, pero decidió hacer algo más práctico y se retiró "para ocuparme de la logística, que es lo mío" cuando vio que no avanzábamos en la investigación. Lo único que habíamos sacado en claro era que al Fistro y la Cucurrucu nadie los había visto desde hacía tiempo y que era poco probable que les hubiese tocado la lotería. Quizás en el depósito de cadáveres nos podían dar alguna pista.

-¿Qué quieren?- dijo el tipo del mostrador.
Era un maleducado. Ni siquiera nos miró, ni dejó de rascarse su barba cerrada y oscura, como las de los dibujos animados, de la que se desprendía una nevadita de células muertas.

-Lleva usted la bragueta abierta- le hice saber además, y reaccionó inmediatamente. Aquello nos proporcionaba cierta ventaja. La necesitábamos.

-Vera usted- comencé-. Llevo un tiempo fuera de Jamerdana, desde que me dieron el alta. Ahora que me encuentro un poco mejor he decidido volver a ver a mis antiguos compañeros del manicomio- a mi derecha oí como a Picio se le escapaba una pedorreta por la nariz-, pero me encuentro con que han muerto. Ellos no tenían familiares, sus compañeros del manicomio éramos lo único que les quedaba en el mundo, así que no me gustaría irme sin echarles un último vistazo ¿comprende?

El funcionario asintió con la cabeza pero en realidad me pareció que no, que no comprendía nada. Tampoco yo estaba muy seguro. Afortunadamente fue Picio quien salvó la situación con su risa, que al principio era como un gorrioncito atrapado en sus pulmones pero que después alzaba el vuelo fracturándole con las alas la garganta y que finalmente salía trinando alegre y escandalosamente, recorriendo aquellos pasillos contra cuyas paredes sólo se habían estrellado pájaros muertos y de mal agüero.

El hombre tragó saliva.

-Tranquilo, es otro compañero del manicomio. A veces le dan ataques- dije, y Picio comenzó a propinarse palmadas en la tripa, y sacó la lengua, babeó...

-Está bien, normalmente sólo pueden identificar los cadáveres familiares, o en su defecto, como es el caso, es obligatoria la presencia de la policía, pero si su compañero va a quedarse más tranquilo puedo intentar ayudarles. Vamos a ver ¿cómo se llaman sus amigos?

-El Fistro y la Cucurrucu- dije, y me sentí ridículo.

-Pero eso... son apodos. Con esos datos yo...

-Es que en el manicomio nos conocemos sólo por los motes. A mi compañero, por ejemplo, le llaman Aníbal, Aníbal el caníbal.

Picio se había arrojado al suelo y culebreaba por él.

Parecía un enorme pastel de gelatina adornado con los filamentos amarillos de saliva, como rayaduras de limón, que le borbotoneaban en la boca.

El funcionario le miraba aterrorizado, con unos ojos como sartenes.

-Está bien, veré que puedo hacer- dijo.

Se dirigió a una puerta que se encontraba a sus espaldas con el rótulo "Frigorífico". Yo le seguí y pegué mi nariz a una ventanita que había en el centro. Vi varios nichos metálicos que se amontonaban en columnas. Durante unos segundos el hombre pareció vacilar, después pegó un estirón a una de las asas de hierro y entre un vapor blanquecino asomó un pie desnudo, con una etiqueta anudada al dedo gordo. Leyó lo que había escrito en ella, torció la boca y cerró bruscamente.

-Lo siento- dijo al regresar-. Sólo tenemos un cuerpo que no ha sido reclamado, una tal Gloria.

-¿Gloria?-pregunté sorprendido-. Qué casualidad. Una mujer de unos sesenta años ¿verdad? Sí, es cierto, también me han dicho que había fallecido. Yo con ella tenía menos relación, pero en fin, tampoco me importaría despedirme, y así es como si lo hiciera del Fistro y la Cucurrucu a la vez ¿no cree?

-Sí, claro, pero en este caso sí que es imposible; está bajo sumario, pendiente de autopsia- me hizo saber.

Entretanto Picio, en el suelo, había dejado de hacer el ganso. Quizás fue eso lo que animó al hombre a bromear.

-Oiga, no se enfade, pero no me gustaría ser amigo suyo. Usted es como uno de esos detectives de la tele y las novelas a los que empiezan a morírsele todos los que le rodean- dijo, riéndose nerviosamente.

El tipo era un gusano, un lameculos, y además tenía el don de la inoportunidad, pero el caso es que yo también había pensado aquello en alguna ocasión, así que secundé sus risas. Además un relajamiento de la situación podía ayudarme.

-¿Puedo hacerle una pregunta?

-Claro, adelante

-¿Qué sucede con ese tipo de muertos, los que no son reclamados, o identificados?

-Bueno, permanecen en depósito un tiempo prudencial, por si aparece alguien que se hace cargo. Después normalmente la policía archiva el caso y nos deshacemos de ellos. Es cuestión de espacio e higiene.

-Así que el Fistro y la Cucurrucu pudieron perfectamente haber pasado por aquí.

-Perfectamente.

-Gracias, es lo que quería saber- dije, pero lo dije por decir, en realidad estaba seguro de que dejaba algún cabo sin atar.

Ayudé a Picio a levantarse y nos despedimos. Picio lo hizo colocando su cara a sólo unos milímetros de la del tipo y relamiéndose lentamente, al tiempo que emitía un gruñido. El gusano volvió a tragar saliva.

Salimos. En la calle se había levantado un viento desagradable y hasta los mercaderes de la muerte se habían retirado a contar las monedas.

-¿Qué hacemos?- preguntó Picio.

Yo sentía que en mi cabeza los pensamientos bullían desordenadamente, como un puchero de pisto. Encendí un cigarrillo y le contesté que me apetecía pasear.

-¿No te habrás tomado demasiado el papel de majara?- dijo, pero se subió el cuello de la gabardina de cuero y echó a andar a mi lado.

-Vamos a ver, Aníbal ¿qué tenemos?- reflexioné en voz alta, y vi cómo aquel viento arrebataba apenas salían de mi boca el vaho de mi aliento y el humo del cigarrillo. Pensando que eso me limpiaría por dentro, que aclararía mis confusas ideas, inspiré profundamente, pero mis pulmones se llenaron de un aire viciado, un olor a quemado semejante al que la noche anterior había empañado las ventanas de mi nariz.

-Un frío del copón- contestó Picio.

-No, tenemos tres muertos, que pueden ser más, porque son muertos a los que nadie echa en falta, ni siquiera la pasma. ¿Por qué los asesinan? No son crímenes fascistas. Un crimen fascista busca alarma social. Entonces la pregunta es: ¿por qué los asesinan pero en realidad quieren que nadie sepa que los han asesinado, ni siquiera que han existido?
Me costaba creer que nadie al que llamaran Fistro, o Cucurrucu, o que una viejecita tarada como Gloria pudiesen saber algo que amenazase el "status quo" de tal manera que la policía hiciera la vista gorda o incluso fuese ella misma la que los eliminase.

-En definitiva, la respuesta es que esos vagabundos tienen más valor muertos que vivos- concluí, y aunque sabía que esa frase todavía no significaba nada intuía a la vez que era la solución a todo aquel lío. Por eso me molestó que Picio no me estuviese haciendo caso cuando la pronuncié.

Habíamos rodeado por completo el edificio. Tras él se extendía un descampado oscuro y embarrado. Una cuesta de cemento lo unía con el depósito, con una puerta trasera, y desde el pequeño porche que cubría ésta asomaba de vez en cuando una retorcida y ambarina lengua de fuego, iluminando el lodo endurecido y plateado por el frío de la noche y en el cielo los jirones oscuros de humo que escupía una chimenea. El olor a chamusquina provenía de ella y allí resultaba especialmente intenso.

Picio se había adelantado unos metros y sacaba fotos a quienes se calentaban al calor de la hoguera en el porche.

-Felisín, ven- susurró, y me hizo gestos para que me acercara sigilosamente.

Alrededor de un tonel metálico en el que ardían periódicos viejos y bolsas de basura varios vagabundos sostenían sobre el fuego, pinchados en palos de madera, trozos de carne. Eran media docena, todos hombres y su aspecto resultaba salvaje y a la vez repulsivo. Incluso entre los vagabundos había clases y aquellos constituían la más ínfima. Pieles ennegrecidas por la roña, los cardenales, los sabañones, las marañas de venitas palpitando vino peleón...; dientes amarillos, marrones, como el teclado de un piano viejo arrojado a un vertedero; manos trémulas aguijoneadas por chutonas de cuarta mano; cuerpos escuchimizados, mal alimentados, con enormes barrigas rellenas de aire, de espuma de cerveza, de sangre...; mentes enloquecidas, mareas negras de neuronas, pobladas por tupidas selvas grises de plantas muertas... ratas salidas de las cloacas, de lo más profundo de las barriadas chabolistas del sur de Jamerdana, allá donde no llegaban las luces de la ciudad, ni las miradas de sus habitantes, ni siquiera las de sus verdugos, la policía, que no necesitaba entrar a sus agujeros, sólo esperar a que el hambre, el aburrimiento, la locura, los hiciera salir y activar la trampa fatal.

Aquello, en definitiva, fue como asomarse al infierno. Incluso había uno de los vagabundos que parecía la encarnación del mismo diablo, un enano con el pelo revuelto (llevaba dos mechoncitos sujetos con un par de horquillas a cada lado de la cabeza, como cuernecitos), la cara de color rojo y que no paraba de eructar. Nosotros nos encontrábamos a unos veinte metros pero incluso hasta allí llegaban las vaharadas mefíticas de su aliento, hediendo a ajo, a colillas recogidas en las aceras, a lefa corrompida... No pude evitar imaginármelo chupándosela a un sifilítico, lamiéndole los chancros purulentos, y tal vez por eso no tuve que vomitar cuando se llevó el trozo de carne que calentaba en el fuego a la boca y comprobé que se trataba de ¡UNA PANTORRILLA HUMANA! Sólo sentí cómo me roían los pezones el horror de los instintos humanos más crueles, el hombre devorando al hombre, aquella maldita ciudad, en la que te podías columpiar del infierno al cielo sin notar la diferencia, aquel demonio chuperreteando una tibia y los empleados de las funerarias encargando por el teléfono móvil una lápida de mármol... ¿Quiénes eran los verdaderos carroñeros?

Picio tampoco echó la pela. Escondió sus sentimientos detrás de la cámara, disparando una y otra vez. Lo malo fue que los destellos de su flash terminaron por llamar la atención de los vagabundos.

-¿Quién anda ahí?- gritó el enano, con una voz que se hizo camino entre un enjambre de flemas

-Somos... somos de una revista- la mía sin embargo caracoleó quebrada por el miedo. La muerte no me asustaba pero sí el dolor, y uno de aquellos tipos había roto una botella y la empuñaba amenazador-. ¿Podemos hacer unas preguntas?
Éramos todo unos profesionales.

-¿Qué?- gruñó desconfiado.

-¿Qué es eso... eso que comen? Huele muy mal- grité.

Poco a poco íbamos retrocediendo, aumentando aquella distancia de veinte metros y yo me veía obligado a alzar la voz. No resultaba fácil, porque la saliva se me acartonaba en la garganta y mis palabras sonaban raras, un poco ridículas.

-Lo que huele es la chimenea- el demonio también tenía que gritar, así que salió del porche-. Están quemando otro muerto.

Me detuve un momento. Aquel era el cabo que me había dejado sin atar en la conversación con el funcionario del depósito. Los cuerpos los hacían desaparecer incinerándolos.

-Y entonces ¿eso?- señalé el hueso que sostenía en la mano.

-¿Esto?- el enano se rió.

Agitó la tibia como si de un trofeo se tratara. Picio, a mi lado, no aguantó más y echó a correr. Si yo pesara 130 kilos haría ya mucho que habría hecho lo mismo.

-A veces al follamuertas se le descuida un pedazo de fiambre y nosotros estamos al loro.

Un coro de carcajadas tuberculosas respaldó las palabras del enano.

-¿No le apetece un poquito?- dijo, sin dejar de avanzar hacia mí, y yo ya no podía retroceder, la sordidez, el crimen, me hipnotizaban, yo dejaba que fuera así, los demás siempre habían intentado que resultara de otra manera, la escuela, el trabajo, el camino recto... Directo al agujero, de todas maneras. Quizás aquel antropófago de noventa centímetros pudiera ofrecerme algo mejor. Quizás no. Cuando llegó junto a mí, miré hacia abajo y vi sus dos cuernecitos coronándole la cabezota por fin pude echar a correr. En las horquillas que sostenían aquellos dos mechoncitos aparecía dibujada la imagen del Pato Lucas.

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