domingo, 29 de marzo de 2009

CAPÍTULO 25: ENEMAS




BSO: Tu corazón (Extremoduro)




La enfermera era una chica normal, más bien tirando a fea, pero yo no podía dejar de imaginar qué había debajo de su bata blanca cada vez que se abría la puerta y me decía:

-El doctor Tadeo le atenderá enseguida.

Nunca conseguiremos alisar los pliegues del alma humana. Tampoco reprimir la tentación de pasar la mano sobre ellos, pero al tacto siempre serán ásperos, transmitirán un hormigueo desazonador... ¿Por qué un asesino a sueldo, un tipo que aparentemente no siente ningún respeto por la vida ajena sacrifica la suya a cambio de la de dos niños desconocidos? ¿Por qué una enfermera, alguien que trata a diario con el dolor y la muerte, que te pone un enema o te vacía la vacinilla también consigue que se te atraviesen las hormonas más vivificantes en la garganta? ¿Quizás porque en el fondo todos éramos un poco necrófilos y antropófagos y los asesinos eran un poco como todos? Y si se trataba de eso ¿con que derecho juzgar algo que era, nunca dejaría de ser un misterio para nosotros? Bien, en cualquier caso lo que estaba claro era que tal vez aprenderíamos algo cuando las clases de filosofía se impartieran en los hospitales.

Yo llevaba en aquel, haciéndome preguntas de ese tipo mientras esperaba a que el doctor Tadeo me recibiera, un buen rato.

Odiaba los hospitales. Toda aquella gente diciendo "tiedes bueda cara" pero tratando de no respirar el aire cargado, el olor a muerto de las habitaciones... Y eso que en esta ocasión, con la venda, el esparadrapo, cubriéndome la nariz y las ojeras azuladas incluso sentía cierta comodidad en un lugar como ese.

Desde la tarde anterior tenía la impresión de que todo el mundo me miraba y se reía de mí. Incluida Lorea, que me había acompañado a Urgencias.
-Tiene gracia- dijo-. Mi padre me ha dado recuerdos para ti. Ha dicho que te cuidaras.

Pero yo no le veía la gracia.

Seguro que a la enfermera no le daría tanta risa mi aspecto.

-El doctor Tadeo le espera- me hizo saber, al fin.

El doctor Tadeo era el hermano de Angelita. Trabajaba en la unidad de trasplantes del servicio de salud pública de Jamerdana.

La sanidad era el negocio de la ciudad. Una de las clínicas más prestigiosas, la clínica San Andrada, se encontraba en ella y el sector público se esforzaba por estar a su altura, en una aparente y sana competencia. Por ejemplo, dicha clínica tenía desviadas ciertas especialidades y concertado un número de camas con la Seguridad Social. Lo cierto era que esa competencia ni siquiera se daba, porque todos los servicios complemetnarios de la sanidad pública (lavandería, comidas, mantenimiento...) estaban en manos del sector privado, de los mismos a los que pertenecía la prestigiosa clínica. Si acaso existía algún tipo de rivalidad era entre médicos. Los mejores profesionales del estado se disputaban las plazas en Jamerdana, de manera que las zancadillas, envidias y camarillas estaban a la orden del día. Era de esto de lo que pensaba yo sacar partido. Además el doctor Tadeo parecía especialmente propenso a despacharse a gusto sobre sus colegas.

Todos los rasgos vulgares que en Angelita transmitían ternura en él representaban ruindad: los ojitos pequeñitos y juntos, la calva penosamente disimulada con cuatro pelos cruzados, la caspa sobre los hombros...

Pensaba utilizar el viejo truco de la revista. Una entrevista era algo a lo que no podían resistirse para darse importancia tipos como él.

-Me ha dicho Angelita que usted es una especie de investigador privado- dijo él, no obstante, y pensé que si los tiros iban por ahí igual me hablaba más de los otros médicos y menos de él mismo, así que decidí cambiar de táctica.

-Sí, trabajo para una asociación de donantes. Quieren supervisar el correcto tratamiento y distribución de los órganos que se aportan. Ya sabe, a veces se oye hablar de anormalidades, enchufes... Y luego todo ese asunto de los niños sudamericanos, el tráfico de órganos... -lo dije como si sonara muy ajeno a nosotros.

-Nosotros trabajamos con una rigurosa lista de espera- se defendió -Demasiado larga, por desgracia.

-¿Existe un control sobre la procedencia de las donaciones?

-Por supuesto. Somos nosotros, los propios médicos quienes los solicitamos a las familias de los fallecidos. Incluso hemos recibido un cursillo para hacerlo con delicadeza. Pero todo eso ya lo sabrá usted.

-Sí, claro- disimulé-. A lo que me refería era a si es posible saltarse de alguna manera esas listas de espera, por decirlo de alguna manera, comprar un corazón, un hígado, unos riñones... La clínica San Andrada hace muchos trasplantes, es conocida por ellos, hay muchos pacientes venidos de fuera...

-A toda persona que necesita un trasplante se le gestiona desde la Seguridad Social. Muchas de esas operaciones de la clínica San Andrada son concertadas con nosotros. Los otros casos, los pacientes venidos de fuera aportan su propio donante. La procedencia de esas donaciones ya es cosa de ellos, pero si quiere que le diga la verdad, sí, es cierto, en estos temas, como en todos, el dinero cuenta.

-¿Qué quiere decir?- le interrumpí.

El hermano de Angelita tomó aire y después lo soltó ruidosamente.

-Mire, esto es confidencial, pero se han dado casos de personalidades ilustres de Jamerdana que renunciaron a su turno porque ya habían solucionado su problema.

Se levantó de la silla en la que estaba sentado y se dirigió a una ventana. Pareció dudar un momento pero al final señaló a la calle y dijo:

-Ese señor también hará lo mismo cuando le toque. Precisamente ha interrumpido sus sesiones de diálisis, pero es evidente que sigue vivo.

El lugar que señalaba era una valla con publicidad electoral. "Vota Jaime Ignacio", anunciaba.

Yo me estremecí pensando que aquel tipejo, un político de toda la vida de una familia de la ciudad de toda la vida (una de aquellas familias de especuladores, trepas y caciques que chulearon Jamerdana hasta hacerla suya -el padre de Jaime Ignacio, por ejemplo, cuneteó rojos genocidamente durante la guerra civil; él mismo estuvo procesado años atrás por el hundimiento con víctimas mortales de un edificio-), me estremecí, pues, pensando que aquel tipejo pudiera estar vivo con los riñones del Tiñoso, o del Fistro...

A veces juzgar el comportamiento humano no resultaba tan complicado porque también existían almas lisas que dejaban un rastro de sangre en las yemas de los dedos. El problema era que desde lejos parecía esmalte de uñas, purpurina, y la gente se deslumbraba, incluso votaba a asesinos como ese...

-Así que pudieran darse situaciones de sobornos a donantes- dije-. Incluso de donantes contra su voluntad, ya me entiende- dije, rebanándome con el dedo índice el cuello.

El doctor Tadeo se encogió de hombros.
-Ya le digo que eso es cosa de ellos. Aquí todo funciona correctamente. En la clínica San Andrada, no lo sé- dijo, aunque era evidente que sí sabía algo, pero bien por corporativismo, o por el miedo, ¿tal vez porque la mierda le salpicaba a él también?, se callaba.

Se dirigió a mí y me tendió la mano.

-Si le puedo ayudar en algo- añadió, pero sólo era una fórmula para dar por terminada la conversación.

-Sí, puede contestarme a una pregunta: ¿Quién está a cargo de la unidad de trasplantes de la clínica San Andrada?

-Eso no es un secreto. El propio director, el doctor Balaguer- contestó, empujándome hacia la puerta.

Nos despedimos. En el pasillo la enfermera hablaba con una mujer.

-El doctor Tadeo le atenderá enseguida.

-Adiós- me despedí también de ella.

Me correspondió con una limpia sonrisa.

Por fin parecía que las cosas empezaban a aclararse.

domingo, 15 de marzo de 2009

CAPÍTULO 24: ¿UN RESPIRO?



BSO: Me dan miedo las noches (Platero y tú)


Me abroché la cazadora. Hacía frío. El otoño estaba en las últimas. Lástima. A mí siempre me había gustado aquella época del año. Los tonos grises y amarillentos, el olor de la tierra mojada, los crujidos de las hojas resecas al pisarlas, sus frágiles huesos convertidos en ceniza esparcida al viento. Otoño. Algo que terminaba para siempre. Algo que comenzaba tan tristemente como acababa ese algo. Confusión. La locura y la cordura, que hasta rimaban, tal vez porque entre ambas no existían límites.

Eché a andar. En la acera de enfrente ví a un niño con cara de pillo arrojando castañas a los pies de un niño gordo. El niño pillo gritaba "¡salta, salta!" y se reía. El niño gordía corría todo lo rápido que le era posible, es decir muy lentamente, e inflaba sus carrillos sonrosados y carnosos. A sus espaldas Bart Simpson, estampado en una mochila fosforescente, balanceaba su cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como esquivando los pilongazos que el otro le lanzaba. El niño pillo era un cabrón. Años más tarde formaría parte de los antidisturbios, o se convertiría en presidente del gobierno, o en jefe de la Conferencia Episcopal, vete tú a saber, pero ahora sólo era un niño y yo pensé que los niños tenían que ser así, pillos que lanzaban pilongazos a otros niños, que metían sapos en el cajón de sus profesores, que decían mierda puta únicamente por el placer de oirse decir mierda puta, o niños gordos que se tiraban pedos terribles de nocilla, que se zampaban sus bocatas y luego los de los demás, que las pocas veces que se enfadaban derrumbaban sus cuerpos paquidérmicos sobre los pillos escuchimizados que les hacían la vida imposible y les escupían a éstos en la cara su aliento a chorizo... que los niños tenían que ser niños por los siglos de los siglos, amén.

Todo aquello iba cavilando cuando de repente caí en la cuenta de que hacía ya un rato un coche me seguía dos o tres metros por detrás. Joder, no había forma de bajar la guardia, ni siquiera un momento. Estaba seguro de que si me giraba me iba a encontrar con un 124 sucio de barro. Aunque quizás eso no me conviniera. Mi nuevo aspecto me protegía, hacía dudar al tipo de la tirita, quien seguro que también se encontraba allá detrás sentado al volante.

Me sentía un poco como la mujer de Lot, aquella que se convirtió en estatua de sal al girarse para ver arder Sodoma y Gomorra. Pero yo tenía que volverme. Después de todo a estas alturas de la historia ya habíamos visto caer azufre sobre Sodoma y Gomorra miles de veces y desde luego en la Biblia no aparecían 124 sucios de barro, ni en consecuencia existía el peligro de los accidentes de tráfico, los atropellos fortutitos...

Lo hice muy rápidamente, de manera que fuera él quien quedara petrificado. No me había equivocado, allá estaba aquel hijoputa, mirándome con unos ojos como platos sucios de salsa de tomate, esperando a que la madeja de venitas sanguinolentas que se enredaban en ellos le bombearan a su cerebro de mosquito la confirmación de que sí, era yo, me había rapado la cabeza pero era yo, el tipo al que se debía llevar por delante.

Mientras intentaba asimilarlo apreté a correr. Para cuando él reaccionó e hizo gruñir el motor de su 124 yo ya había recorrido unos cuantos metros. Jugaba con ventaja, con la ventaja de toda una juventud a mis espaldas haciendo eso, corriendo por las callejuelas del casco viejo en busca de algún bar en el que refugiarse de los pelotazos, los botes de humo... Además había decidido comenzar la huida sólo una vez que se divisara el bar de Beni. Me creía muy listo. Ni por un momento se me había ocurrido pararme a pensar que era miércoles y tocaba descanso semanal. Aporreé la persiana violentamente. Dentro no había nadie así que lo única que hacía era perder tiempo.

El 124 embestía desde lejos, rugiendo como si almacenara bajo el capó una jauría de dobermans. Cuando montó las ruedas en el bordillo y se lanzó a toda pastilla a por mí crucé hacia la otra acera. Puede que así le obligara a maniobrar permitiéndome alcanzar la bocacalle. Una vez allí me encontrarían a salvo, pues en aquella esquina se levantaban unas escaleras que conducían a otra calle superior. Pero no iba a resultar fácil. Todavía me quedaban veinticinco metros, veinte, quince... Y el 124 cada vez más cerca, de nuevo en la misma acera por la que yo corría, muy pegadito a la pared, rozando de vez en cuando con ella y haciendo saltar chispas a su carrocería. Diez metros, cinco... Tenía que llegar, sino deseaba acabar estampado en la pared como un póster electoral más. Vota Jaime Ignacio. Vota PSOE. Vota Felisín... Las piernas me pesaban toneladas, mi pecho era un cocktail-molotov. No iba a llegar. No iba a llegar. No...

Sentí una tarascada en la cadera y salí volando, haciendo un complicado escorzo en el aire con el cuerpo, sin ningún control sobre él... Cerré los ojos, no sabía muy bien por qué, tal vez esperando ver pasar ante ellos la película de mi vida, pero allí no había nada, como mucho unos fotogramas de color oscuro que se consumían, y dos bolitas de fuego que confluían en el centro, y caían en un charco de aguas negras, con reflejos de todos los colores del arcoiris, lo teñían de rojo, y después chorretones descendiendo por mi nariz, convertida en un surtidor, con sus grifos para el agua caliente y el agua fría, porque así era como sentía fluir la sangre, a veces fría, a veces caliente... Finalmente todo el cuerpo y toda ni alma fueron mi nariz, sentía incluso los latidos del corazón allá dentro.

Armándome de valor abrí despacito los ojos y, por un momento, al ver aquellas llamaradas de fuego, creí que por fin había terminado mi viaje con destino al infierno, pero luego, cuando me di cuenta de que se elevaban desde el esqueleto del coche, comprendí que el tipo del 124 se me había adelantado. O tal vez no.

Yo me encontraba despatarrado en las escaleras que había al doblar la calle. Frente a mí el niño gordo y el niño pillo, inmóviles y pálidos, permanecían clavados en el centro de la calzada. Sobre ésta una marca negra rodeaba sus cuerpos extendiéndose hasta los neumáticos del coche, envuelto en llamas unos metros más adelante e incrustado contra una pared.

Al tomar la curva el tipo de la tirita se había lanzado sobre ella para no tener que atropellar a los dos niños.

Pensé que el otoño probablemente también era su estación preferida.

Después me incorporé como pude y me piré de allí antes de que la calle se llenara de policías.

domingo, 8 de marzo de 2009

CAPÍTULO 23: UN RESPIRO




BSO: Ikusi eta Ikasi (Delirium tremens)



Últimamente aquellas se habían convertido en mis palabras preferidas. Incluso cuando esa tarde descubrí, con cierto agrado, que la lluvia persistente había decolorado el tinte azul de mis cabellos y decidí afeitarme la cabeza, intenté trasquilar con la maquinilla de manera que quedaran escritas sobre mi calva: mierda puta.

Por suerte toda mi vida había sido un manazas. Pensándolo mejor no resultaba demasiado inteligente coronar con semejante lema precisamente la cabeza. Pero una ocurrencia así tenía su lógica. Tras unos días disparatados como los últimos cometer disparates entraba dentro de lo normal.

Había dormido como un tronco, más de doce horas. El esfuerzo de la noche pasada me había dejado hecho una braga, pero eso sí, una braga de lo más suavecita. Las propiedades dermatológicas del barro no eran moco de pavo.

Estaba solo. Lorea se había llevado el coche y la ropa a lavar, así que tardaría en volver. Ella tenía un hormiguero en el culo y diez años menos pero yo necesitaba un respiro. Una vista a mi antigua vecina, Angelita, para pedirle un favor y, por aquel día, a correr, es decir a sentarse en el bar de Beni y escuchar discos de “Vómito”, “Delirium Tremens”, muy propios para tomarse mientras tanto dos o tres birras.

Entusiasmado con la idea salí de casa. Apenas me costó unos minutos arrastrarme hasta la casa de Angelita.

-¡Dios mío, un eskinjí!- gritó aterrorizada ella al verme.

-Que no, Angelita, que soy yo, Felisín- le aclaré, consiguiendo introducir el pie en el hueco de la puerta antes de que me la estrellara en las narices.

-Uy, es verdad, no te había conocido. Qué susto- dijo, y a mí me agradó oír esto último, aunque también resultó fastidioso convencerle de que yo no iba apaleando por ahí a negros, maricones, minusválidos...

Me hizo pasar al salón. La televisión estaba puesta y recostado en el sillón encontré a Picio comiendo pipas. Me alegré de verlo.

-Hombre Felisín, pareces un capullo gigante.

El también se alegraba.

-Y a ti te han vuelto a salir esos mejillones en los dedos- dije, señalando sus pies desnudos sobre la mesa.

Me senté a su lado.

-¿Qué escritor norteamericano es el autor de "Ultima salida para Brooklyn"?- se escuchó desde el televisor.

Era uno de aquellos programas de preguntas y respuestas.

-Hubert Selby Junior- dijo Picio, luego cascó otra pipa y me alargó un sobre-. Son las fotos de la otra noche, las de los caníbales.

Las miré. Eran muy buenas. Es decir, sentías ganas de vomitar al verlas.

-Son cojonudas, Picio- alabé su trabajo, pero mis palabras las pisó el presentador con una nueva pregunta.

-¿Quién dirigió la película "Alguien voló sobre el nido del cuco"?
-Milos Forman- volvió a acertar Picio, pero no se dio importancia, ni tampoco al agradecer mi comentario sobre las fotos.

-¿Quieres pipas, Kojack?- me ofreció.

Acepté, y lo mismo el bocata de tortilla de gambas que me preparó Angelita.

-¿Tú tenías un hermano cirujano, verdad?- le pregunté una vez que lo hube engullido.

-Sí- la cara se le iluminó y se colocó muy tiesa en el sillón, orgullosa.

-Un jetas- le hizo bajar de la nube Picio.

Ella no se enfadó. Por el contrario, se reclinó sobre él y le besó en los labios. Era uno de aquellos seres humanos excepcionales que necesitaban tener siempre a alguien a su lado para darle todo su amor, y eso sin pararse nunca a pensar que podían dejarla a dos velas. Como su hermano.

-Me gustaría hablar con él.

-¿Para qué? ¿Necesitas una operación?- bromeó Picio -. ¿Una fimosis?- señaló mi cabeza rapada.

Nos reímos.

-No, tengo que hablar con un médico. Es por el asunto de Gloria y...- pensé en el Tiñoso.

Picio no sabía que en realidad se lo habían cargado, y mucho menos que la noche anterior Lorea y yo habíamos profanado su tumba. La tumba que él había pagado. Había que andar con pies de plomo-...y los demás. Creo que he descubierto algo muy importante, ya te contaré- dejé caer una mano sobre la rodilla de Picio.

Afortunadamente una nueva pregunta del concurso distrajo su atención.

-¿En qué año se proclamó La Comuna en París?

Esa era difícil.

-1871- contestó, no obstante, correctamente.

Angelita aplaudió, casi tan orgullosa de él como de su hermano.

Puede que eso le hiciera recordar el favor que yo acababa de pedirle.

-Uy, perdona, Felisín. Claro que puedes hablar con él. Yo le avisaré- y como intentando compensar su olvido añadió:

-¿Quieres un café, una copita?

Me tomé un güisqui. En el televisor continuaban las preguntas. Picio contestaba a todas sin equivocarse.

Él también era uno de esos seres humanos excepcionales, un tío listo y con un corazón a juego con el tamaño de su cuerpo, gigantesco, palpitando en un mundo a la medida de mediocres, de canijos con alma de funcionario, un loco que renegaba de ese mundo para tumbarse en un sillón a comer pipas junto a su chica y para hacer reír a sus coleguis llamándoles carapolla. Por las fotos de los caníbales podían pagarle en cualquier revista millones y, después la fama, y fichar por el "Playboy", pero a él no se le ocurriría publicarlos en otro lugar que no fuera "Borraska".
Terminé mi güisqui pensando en que no podía fallarle. Ni a él ni a Gloria ni al Tiñoso ni a los demás. Tenía que llegar hasta el final de aquel asunto y dejar con el culo al aire a quien hiciera falta, por muy gordo que lo tuviera. Sólo necesitaba un respiro, un poco de música ratonera y un par de cervezas en el bar de Beni.

Me despedí, pues, de aquellos dos benditos. Pero antes de salir aún pude escuchar la última pregunta del concurso en el televisor.

-¿Cómo se llama el último marido de Liz Taylor?

Ahí le había pillado.

-Larry Fortensky- contestó, sin embargo, Angelita.

Eran la pareja perfecta.

lunes, 2 de marzo de 2009

CAPÍTULO 22: LOMBRICES EN EL PELO




BSO Roots bloody roots (JBO, versionando a Sepultura y un falso Pavarotti)

Y, como cabía esperar, esa noche no sólo llovió sino que además se desencadenó una tormenta con aparato eléctrico y todo. Es lo típico que sucede cuando vas a desenterrar muertos al cementerio.

-Lo peor va a ser si alguien nos ve merodear por los alrededores con esto- dijo Lorea, señalando las palas, el martillo y la linterna amontonados en el maletero del coche (el mismo coche con el que hacía cuatro días crucé Jamerdana a toda pastilla, al ritmo frenético de “AC/DC”). Suponía que una vez tras los muros del camposanto nos encontraríamos a salvo. En una noche como aquella ni siquiera los muertos tendrían ganas de salir de sus tumbas.

-Sí- le dí la razón, pero me callé que hacía apenas unos segundos el resplandor de un relámpago me había permitido ver a tres o cuatro chavales vestidos de negro -no llegué a ver sus chupas, pero imaginé "Sepultura", "Carcass" y otros por el estilo -saliendo a través de un hueco en el muro. Al parecer habíamos elegido la hora punta de profanadores, satánicos y aficionados a las misas negras para desenterrar al Tiñoso.

-Entonces tendremos que entrar- dijo Lorea.

Llevábamos allí más de una hora, escuchando los chasquidos metálicos de la lluvia en el techo del coche y viendo las gotas zigzaguear en el cristal. También zigzagueaban gotitas, estas de sudor frío, por mis costados. Esperábamos a que amainara, pero en realidad yo también deseaba que la tormenta no finalizara nunca.

Lorea abrió su puerta. Sí, era una locura, pero había sido idea mía, de modo que no podía rajarme.

Fuera llovía a mares, como si efectivamente los hubiese allá arriba y el techo de cristal del cielo se hubiera hecho añicos.

En apenas unos segundos, lo que nos costó recoger los trastos del maletero, estuvimos empapados de pies a cabeza. La ropa se adhería al cuerpo, doblando el peso de éste y cuando de una manera tan instintiva como irreflexiva echamos a correr buscando protección, nos movimos torpemente, sin saber en qué dirección. Finalmente me encaminé al hueco en el muro por el cual habían aparecido los chavales y después de atravesarlo nos cobijamos bajo un pino que se levantaba tras él. Otro relámpago iluminó el cementerio y pude comprobar que afortunadamente el resto de miles de aficionados al death metal de Jamerdana estaban en su casa escuchando discos de “Brujería”. Lo malo fue que el rayo, o esa fue la impresión que nos dió, impactó peligrosamente cerca.

Salimos corriendo otra vez, pero apenas fueron unos metros. Correr era una tontería. Al salir del coche ya sabíamos lo que nos esperaba y siempre sería mejor tener hechos una sopa los calzoncillos que caer fulminado con la cabeza llena de canas.

No nos resultó difícil encontrar la tumba del Tiñoso. Hacía tan sólo unas horas habíamos recorrido el mismo camino para enterrarlo. Era una tumba de lo más simple. Un alarde de originalidad punk. La lápida únicamente decía: "Tiñoso not diz" y estaba rodeada por latas de cerveza. No había nada, además de tierra, cubriendo el ataúd. Eso facilitaba las cosas. Lorea y yo no aspirábamos a una noticia breve en el periódico, "Profanación de tumbas" o algo por el estilo, pretendíamos dejar todo tal y como lo encontramos. Aparentemente, claro.

Comenzamos a trabajar. La pala se hundió con facilidad en la tierra mojada. Sacarla ya fue otra historia. El barro formaba plastones. Pesaban una barbaridad y se pegaban al metal. Además cada hueco que abría lo rellenaban casi automáticamente riachuelos de agua. Lorea también se puso manos a la obra. Casi fue lo peor. Las botas se hundían en el fango y cada vez que perdíamos el equilibrio no conseguíamos sacarlas y caíamos uno sobre otro, estorbándonos. Al levantarnos escupíamos barro y nos sacudíamos las lombrices del pelo.
Resultaba agotador. La primera vez que miré el reloj era medianoche. La siguiente las tres y veinticinco y apenas habíamos profundizado unos centímetros. Me dejé caer de espaldas, desanimado.

¿Qué pasaría si tanto trabajo no servía para nada? Tal vez el ataúd del Tiñoso se encontraba vacío, o su cuerpo estaba dentro pero no había nada extraño en él. Después de todo su caso era ligeramante distinto al de los otros tres vagabundos. Y además aquella humedad, calándose hasta los tuétanos. Quizás lo mejor fuera permanecer allá, tumbado hasta fundirme con el lodazal.

A mi izquierda escuché un chapoteo.

-Ya no puedo más- dijo Lorea.

... Fundirnos con el lodazal, convertirnos en una de esas lombrices (con una bastaba ¿acaso las lombrices no eran hermafroditas?), no tener que pensar nunca más en nada, amor, sexo, familia, dolor, responsabilidades... Sólo en algo que llevarse a la boca, y tampoco era problema, allá estaba el apetitoso cuerpo del Tiñoso, con su nariz enharinada por el speed, su hígado supurando kalimotxo...

De repente un trueno explotó como una bomba atómica en el paraíso y otro de aquellos relámpagos fantasmagóricos lo iluminó todo. Yo pegué un salto, me puse en pie, sintiéndome el ser más indefenso del mundo.

Hundí de nuevo la pala en la fosa, una y otra vez, una y otra vez...

El esfuerzo físico y la mala hostia también tenían su recompensa, impedían montarte películas raras en la cabeza (en particular y en una situación como aquella películas gore).

La cosa cambió dos o tres horas después, cuando Lorea, iluminándome con la linterna desde arriba, gritó:

-Ahí está.

Era un trozo de ataúd. Me arrodillé sobre él y comencé a excavar con las manos. En apenas unos minutos lo dejé limpio. Intenté extraer los clavos con la punta de la pala pero se resistían. Probé otra vez. Resbalaron. Lorea saltó al agujero y empezó a descargar violentos martillazos. Virutas de madera volaban de un lado a otro, y conforme lo hacían iban apareciendo primero unos vaqueros, después dos brazos recostados sobre el pecho, por fin la cara azulada del Tiñoso, sus ojos cerrados, los algodones ensangrentados asomando por la nariz...

Nos quedamos de pie en el hoyo, mirándolo paralizados. Había dejado de llover, por fin, y sobre nuestras cabezas una niebla que parecía baba, las babas de dios, o del diablo, lo envolvía todo. Por un momento me imaginé a un montón de muertos allá arriba, bailando. Intenté apartar esa idea de mi cabeza. Los zombis no existían, eran asociaciones más o menos lógicas de nuestra mente, recuerdos inconexos... Aquel vídeo de Michael Jackson. El humo de las salas de fiestas. Bailar-mover el esqueleto... No, un muerto sólo era un pingajo.

Para convencerme de ello me agaché, introduje las manos bajo la espalda del Tiñoso y traté de levantarlo. Olía fatal (era curioso, igual que cuando estaba vivo), tuve una arcada y se me escurrió. Su cuerpo se contrajo como un acordeón viejo, incluso algún hueso fracturado chirrió, y cayó doblado sobre sí mismo.

-Apunta ahí- indiqué a Lorea.

Ella enfocó el haz de luz hacia la espalda del Tiñoso. Al inclinar el tronco hacia delante la cazadora y la camiseta se habían recogido y a mí me había parecido ver algo.

Efectivamente, en su parte inferior, a cada lado, en el lugar donde debían encontrarse los riñones, una maraña de gusanos se amontonaban, se retorcían y descolgaban desde unas rudimentarias puntadas de hilo que pretendían suturar dos profundos cortes en la piel.

-Lo sabía- dije, y rápidamente volví a acomodar al Tiñoso en el ataúd y a cubrirlo con tierra.

-¿Qué hora es?-pregunté a Lorea.

-Las cinco y media.

Un escalofrío, como si me introdujeran un helado de fresa por el culo y me rehogaran con él las entrañas, recorrió mi espina dorsal. Sentimientos contradictorios.

En primer lugar pronto sería de día y si por una parte la luz retiraría de mi cabeza las bocas borboteando sangre, los ojos de huevo duro desorbitados, los brazos y piernas como sarmientos podridos que volvían a atormentar mi imaginación, por otra quizás no fuera posible dejar todo tal y como aparentemente lo encontramos. Conforme pasaban los minutos y, aunque Lorea y yo nos esforzáramos por devolver la tierra removida a su sitio, veíamos que aquello resultaría difícil, me decía a mí mismo que después de todo la noticia breve en el periódico resultaba inevitable -recordaba a los chicos que habían salido por el agujero-, que un temporal como el de esa noche siempre provocaba corrimientos de tierra...

En segundo, en segundo lugar, me sentía satisfecho porque el duro trabajo había dado sus frutos, por fin había descubierto el móvil de aquellos asesinatos, pero por otro me provocaba una rabia infinita saber que eso implicaba que para alguien la vida no sólo no tenía ningún valor sino que además su muerte les lucraba.

En tercero... No había tercero. No quedaba tiempo para más. A lo lejos comenzaban a divisarse entre la niebla los edificios más altos, se escuchó rugir algún motor... En una palabra: había amanecido -o sea, en dos-

Recogimos, pues, los trastos y echamos a correr. Cada músculo, entumecido por el frío y el cansancio, era un alfiler. A pesar de todo logramos llegar al coche.

Lorea arrancó y condujo a toda velocidad. No hablamos, ni siquiera nos miramos, durante un buen rato, hasta que estuvimos lejos, muy lejos. Entonces ella detuvo el coche en un paso de cebra, para que cruzara un borracho, pero en lugar de hacerlo nos señaló y cayó muerto de risa sobre el capó.

Lorea se giró hacia mí y entonces comprendimos. Estábamos cubiertos de pies a cabeza de barro; los únicos lugares que se salvaban eran unos pequeños circulitos alrededor de los ojos.

Ella también se rió. Y yo. Eran risas nerviosas. No sé qué pretendía ocultar la de Lorea (me recordaba a la de una colegiala que había cumplido una prenda algo escabrosa) pero yo lo hice por no bajarme e inflar a hostias a aquel tipo.

-Arranca- dije.

El mundo, la gente, incluido yo, me parecían una mierda.

Lorea pisó el acelerador, despacito. El tipo se echó a un lado, riéndose todavía.

Una puta mierda.